El paisaje de menú
Junto al mar, en el campo o en una bulliciosa plaza, el verano invita a comer a cielo abierto
Guillermo Elejabeitia
Jueves, 24 de agosto 2017
Mediodía en la explanada del museo Guggenheim. Cielo encapotado. La cola para emocionarse con Bill Viola es más larga que la correa de ‘Puppy’. Los turistas cubren como pueden su uniforme de camiseta y pantalón corto con endebles chubasqueros de plástico. Los niños miran al cielo con fastidio, hasta que junto a la terraza de la cafetería aparece un carrito de madera clara en la que se despachan perritos calientes de salchichas Thate y deliciosos bollos de mantequilla helados. Con el primer bocado, parece que sale el sol y las mesas exteriores del Bistró Guggenheim comienzan a llenarse de gente. El verano en el norte puede ser voluble e inclemente, bien los saben los hosteleros, que miran de reojo a las nubes con la bandeja en la mano. Por fortuna, los placeres de la mesa son capaces de resplandecer ante la tormenta más feroz. Inasequibles al desaliento, los vascos se entregan a la costumbre del terraceo sobre arena, hierba o asfalto, aunque a veces las sombrillas se tornen en paraguas. Estos son algunos de los enclaves donde el paisaje está incluido en el menú.
Al margen del museo de arte contemporáneo, uno de los rincones más fotogénicos de la capital vizcaína es la curva que traza la ría al acariciar los muros del mercado de La Ribera. Las mejores vistas de la plaza de abastos se obtienen desde Marzana 16, en una terraza que improvisan cada tarde decenas de jóvenes sobre las escaleras de piedra en las que desemboca el puente. Aquí el ambiente también es multicultural, pero de distinta manera. Invita a sentarse en el suelo para compartir entre amigos unos nachos, una ración de humus o unas tortitas rellenas de pollo al curry. Ni qué decir tiene que este escenario bohemio y mestizo, muy animado después de una jornada playera, queda desangelado al escucharse el primer trueno.
Así de impredecibles son los veraneos en el Cantábrico, de cuya historia ha sido testigo mudo el Hotel Igeretxe. A pesar de las reformas a las que se ha sometido el antiguo balneario de 1912, lo principal de la decoración sigue intacto; es el majestuoso paisaje que forman la playa de Ereaga, el monte Serantes y las casitas del Puerto Viejo de Algorta. Los días de sol, la playa recupera el esplendor de los años 20, aunque con bañadores más escasos de tela. Si el cielo se tiñe de gris, cabe consolarse con propuestas gastronómicas capaces de seducir a todos los públicos. En la Brasserie, el espacio más formal de la casa, se sirven pescados a la brasa seleccionados cada día en los puertos de Ondarroa y Santoña; en el café La Veranda, un menú del día en el que caben desde una caldereta de pescado hasta un magret de pato; y en el oriental Umi Sushi Experience, un jugoso tartar de atún o unas guiozas. Más que un alojamiento, el Igeretxe lleva décadas siendo el escenario de la vida social de los getxotarras, a los que no hay duda que tiene conquistados por el estómago.
A pocos kilómetros de allí, el ambiente elegante de la casa de baños se torna distendido, y los caballeros de antaño dan paso a surferos, hippies o viejos rockeros. En un chalecito de amplios ventanales que domina las campas de Barrika se esconde el Milagros, un restaurante de personalidad arrolladora que no deja indiferente. Si César Pérez Gellida, autor de la trilogía de intriga ‘Versos, canciones y trocitos de carne’, dijo que su aspecto era «como si Buñuel, Tarantino y Pedro Almodóvar se hubieran pegado por decorarlo», la cocina parece tomada por Akira Kurosawa, Álex de la Iglesia y Robert Rodríguez. Solo así se explica que convivan en la carta un anticucho de mollejas, unas anémonas en tempura con ensalada de algas, una nécora sin cáscara con caviar de tapioca y pepino o un rabo de buey estofado en txakoli tinto. Tras este tiroteo gastronómico, solo apetece dejarse rematar por un gin-tonic en alguna de las hamacas del jardín.
Para volver a la vida nada mejor que una siesta sobre la hierba frente a la bahía de San Juan de Gaztelugatxe. Es lo que hacen muchos clientes del restaurante Eneperi tras dar cuenta, por ejemplo, de un chuletón de ganado mayor cocinado a la brasa de carbón de encina. En este rincón de la costa vasca que un día fue remota ermita de arran-tzales se oyen hoy acentos de todo el mundo. Hablan de reyes y tronos que los más viejos del lugar desconocen. Eso sí, la mayoría comen lo que les sirve Antonio Ibarguengoitia, marinero de los fogones, que hace ya 25 años montó en el viejo caserío de Urizarreta un pequeño reino gastronómico. En la frontera oeste, la plebe se agolpa en mesas corridas de madera para hincarle el diente a un pollo asado regado con cerveza; en el castillo, los señores saborean un ciervo asado a la antigua con salsa de nueces, y en la atalaya, los peregrinos toman un café y una tortilla antes de seguir su incansable yinkana turística. Como recompensa, admiran por unos instantes las que pugnan por ser las mejores vistas de toda la región.
Playas de interior
En primera línea de la playa, pero esta vez alavesa, junto al embalse de Ullíbarri-Gamboa, se encuentra el asador Erpidea. Este caserío donde hace medio siglo comían los obreros que trabajaban en la presa sirve hoy de puesto de avituallamiento para los ciclistas, corredores o piragüistas que han convertido el ‘mar’ de Vitoria en su patio de recreo. Las viandas son de las que recomponen el cuerpo tras el esfuerzo. Su especialidad es el bacalao, que Ana María Muñoz y Aitor Ochoa de Olano cocinan de un montón de formas distintas. A la brasa, al pil pil, con ensalada, algas y vinagreta de trufa, y hasta con pochas y langostinos. Cualquiera diría que los pescan en el pantano. Como los deportistas que se dejan caer por allí, ellos también exhiben sus trofeos. Ganadores en la Semana del Pintxo y en la Semana de la Cazuelita de Vitoria y premio al mejor pintxo Green Capital.
Después de un baño en aguas de interior nos dirigimos a la capital para tomarle el pulso. Directos al corazón. Hace un par de semanas la Plaza de la Virgen Blanca bullía enfervorecida ante la bajada de Celedón. Hoy, con Marijaia husmeando por las ventanas del teatro Arriaga, presenta un aspecto apacible, sosegado, casi soporífero. Quienes hayan decidido disfrutar de la tranquilidad de la ciudad semivacía tienen en la emblemática plaza un puñado de terrazas donde elegir. La forofa del Deportivo Alavés, la clásica del café Victoria, la bailona del Dublín o la glotona de El Mentirón. Casi por azar, nos sentamos en la del restaurante Virgen Blanca, desde donde se domina la explanada y el monumento a la Batalla de Vitoria. Mientras comemos tranquilamente el menú del día e imaginamos el trajín que debió de haber en estas mesas durante las fiestas, le ponemos el fonendoscopio a la capital alavesa.
Todavía respira, y lo hace a través del cercano parque de La Florida. En estos románticos jardines en los que la sociedad vitoriana sigue entregándose a la costumbre del paseo, también es posible tomar un tentempié o sentarse a comer el menú en el Zabaltegi Florida. Frente al quiosco de la música y ante la indolente mirada de esos reyes godos que más bien parecen gentilhombres dieciochescos, cabe entregarse sin remordimientos al ‘dolce far niente’.
Y como auténticos príncipes viven los huéspedes de ese château contemporáneo que es el hotel Marqués de Riscal. La terraza de su restaurante 1860 Tradición es un espectáculo para los sentidos. El paisaje, rasgado de nuevo por láminas de titanio, está dominado por la silueta de la peculiar iglesia de Elciego recortando el horizonte, la música está en el rumor del viento, azotando unas viñas que ya huelen la vendimia. El sabor lo ponen las célebres croquetas del Echaurren, la merluza a la romana confitada a 45º con la receta de Francis Paniego o unas manitas de cerdo deshuesadas y guarnecidas con peras de Rincón de Soto. Y el tacto... El tacto la compañía, que es como se disfruta mejor de las terrazas.
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