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Se fue el primer Papa latinoamericano y el primero jesuita, el «Papa de los pobres», un argentino amante del fútbol que invitó a los jóvenes ... a «soñar a lo grande». Su paso por el Vaticano estuvo marcado por un mensaje de humildad y acercamiento a los más necesitados, y algunos de sus pronunciamientos generaron no poca controversia, como cuando aprobó bendecir las uniones de parejas homosexuales (aunque sin equipararlas al matrimonio heterosexual) y al de poco comentó que había «demasiado mariconeo dentro de los seminarios» o cuando criticó que el amor al capital eclipse el amor al prójimo.
Nacido en Buenos Aires en 1936, Jorge Bergoglio fue hijo de inmigrantes italianos de clase trabajadora. Su vocación religiosa se forjó en el compromiso social de la Compañía de Jesús, orden a la que ingresó a los 22 años. En 2013, tras la renuncia de Benedicto XVI, fue elegido Sumo Pontífice, adoptando el nombre de Francisco en honor al santo de Asís, símbolo de pobreza y amor por todas las criaturas de la creación. Y, desde su primera aparición en el balcón de la Basílica de San Pedro, renunciando al boato ornamental del Papado y pidiendo «la bendición del pueblo», quedó clara su vocación transformadora.
Para algunos fue un progresista que consiguió dar un aire nuevo a la Iglesia conectándola con los desafíos de nuestro tiempo. Un Papa 'woke' comprometido con la agenda globalista, que hablaba de justicia social y de cambio climático. Para las feministas, un conservador antiabortista. Sea como fuere, la demostración de que tuvo éxito en relanzar la imagen de la institución católica, herida de muerte por la falta de vocaciones sacerdotales y la deserción de sus fieles, es que hasta los que se confiesan abiertamente ateos lloren hoy su pérdida y reconozcan su legado.
Francisco asumió, con tanta humildad como firmeza, el liderazgo de una Iglesia necesitada de reformas urgentes para recuperar su credibilidad y acompasarse a una civilización –la occidental– que, gracias a la Ilustración, hace ya tiempo dejó atrás la Edad Media (lo que no puede decirse del resto de las religiones). Durante doce años, no solo lideró una institución milenaria, la humanizó, haciéndola más compasiva y empática, y procuró sanearla, levantando las alfombras que encubrían los abusos sexuales en su seno y la falta de transparencia de las cuentas vaticanas, por más que ello y su denuncia del clericalismo le granjearan poderosos enemigos dentro y fuera de la Curia romana.
Hoy el mundo despide a un Papa que eligió vivir como un siervo, no como un soberano. Que rompió moldes sin romper la fe. Que soñaba con pastorear «una Iglesia más pobre y para los pobres» en consonancia con los auténticos valores del cristianismo. Que, con su último aliento, abogó a favor de los migrantes y sentó las bases para las reformas estructurales que siguen pendientes, como el fin del celibato o el sacerdocio femenino. Lo que está en juego en el cónclave para la sucesión de Francisco es dar continuidad a esa misión transformadora o que la corriente más reaccionaria de la Iglesia se imponga por la ley del péndulo.
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