El pueblo que mira a la montaña para saber la hora
En el valle de Valdeón, donde Pelayo juró como rey y abrió la Reconquista, todavía se escuchan los ecos de antiguas monterías para dar caza al lobo
Confieso que llegué sin aliento, primero porque los años pesan, y segundo porque para cuando llegas al mirador del Tombo llevas más de una hora ... enfilando repechos, algunos con desniveles del 20%, encajados en un valle que es cicatriz excavada entre los macizos Occidental y Central de los Picos de Europa. Claro que el escenario ayudaba a pasar el trago: un bosque atlántico, el de Monte Corona, poblado de hayas, robles, tilos, castaños y fresnos; el cielo despejado y surcado por águilas y buitres, que patrullan las paredes agrestes y los tortuosos canales que se elevan hasta las cumbres donde habitan los rebecos; el río Cares, que desciende cascabeleante entre pozas donde el agua se remansa y las truchas levantan el limo en busca de comida. Hay tanta vida alrededor que cuando uno irrumpe en ese universo y pone en alerta a todo lo que se mueve, el silencio se escucha. Un escenario de belleza tan abrumadora que no cuesta dar crédito a la leyenda que asegura que Pelayo escogió este emplazamiento para ser elegido rey, dando con ello comienzo a 800 años de Reconquista.
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Pero el bosque no ha sido siempre un lugar tranquilo, ni sus gentes amables aldeanos como los que ahora vemos cuidando de los sembrados. Cordiñanes, el pueblo engarzado en la roca al que nos dirigimos y desde donde se domina este paisaje de quebradas, siempre tuvo un papel destacado en las monterías del Chorco de los Lobos, trampa que aún se conserva a un lado del camino, donde se organizaban batidas que peinaban la espesura para empujar al depredador y darle caza. La zona lleva habitada desde tiempos inmemoriales, como atestigua la necrópolis medieval de Barrejo, pegada al cauce y cerca de una vía ferrata desde la que desafiar la gravedad.
No es Cordiñanes, en el camino de Posada de Valdeón, un lugar que deje indiferente, ni por su aspecto ni por los usos y costumbres de sus vecinos, apenas un centenar, que utilizan una de las peñas situadas detrás del pueblo, El Porracho, como reloj de sol: es mediodía cuando los rayos, al incidir sobre la caliza, hacen resaltar la forma de un cayado perfilado en ella. Un cartel del Parque Nacional recuerda que el ciclo agrario estacional sigue marcando el devenir de las gentes del lugar: «En primavera se cavan las huertas, se preparan los prados y se atiende la paridera del ganado; mientras en verano es tiempo de 'apañar la hierba' y vigilar los rebaños en los puertos. El otoño ofrece sus frutos y es cuando se mata el 'gocho', así que se celebran mercados en Oseja, en Posada, en Riaño...».
El lugar es la puerta de entrada a cimas legendarias de Picos, como el Collado Jermoso; un camino reservado a los montañeros más preparados debido al desnivel que hay que salvar -el pueblo está a 850 metros de altitud, el refugio a 2.064-. Esconde entre sus majadas, invernales y prados de siega sorpresas como el hayedo de Asotín, a 50 minutos de caminata desde el pueblo, declarado Patrimonio Mundial de la Unesco en 2017 y en excelente estado de conservación debido a su emplazamiento remoto y a la dureza de la ascensión. Subir al Jermoso son cuatro horas; ocho, si uno no está dispuesto a quedarse a vivir allí.
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De vuelta en Cordiñanes, es de obligada visita el antiguo molino comunal, último superviviente de los ingenios hidráulicos como fraguas y batanes que proliferaban antaño a orillas del río. También los seis hórreos altivos y en perfecto estado de revista que son santo y seña del patrimonio etnográfico de esta localidad. Algunos lucen cubetos o colmenas labrados en madera, donde miriadas de abejas se entregan, afanosas, a producir miel. Igual que hicieron ayer o hace mil años.
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