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Archipiélago Palmer.
Un crucero pijo hacia la Antártida (Capítulo III - Parte 3)

Paisaje de icebergs y nuestra primera tormenta

Javier Sagastiberri

Martes, 6 de agosto 2024, 00:27

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El miércoles visitamos el archipiélago Palmer, en las inmediaciones de la Península Antártica. Hemos disfrutado de dos jornadas de plácida travesía, pero hoy el día empieza a estropearse, algo habitual en latitudes tan australes: la temperatura en el exterior es de cero grados, se ha levantado un viento frío y, aunque hay luz durante muchas horas, pues estamos en verano, el día está oscuro como en los días más oscuros del invierno bilbaíno.

Empezamos a divisar icebergs con mucha más frecuencia. Sigo viendo islas redondeadas de hielo, pero también contemplo uno con forma de colina y que se encuentra horadado por un túnel abovedado que parece una ventana gótica y por donde podrían nadar unos delfines e incluso alguna gran ballena.

Nos detenemos enfrente de la costa de una de las islas del archipiélago. No distingo más colores que el blanco puro del hielo, sin destellos azulados, y los diversos matices del gris: el cielo gris claro o algo más oscuro, el mar gris oscuro y las rocas que asoman entre las manchas de hielo, de un gris muy oscuro, mate, casi negro. Es un paisaje sombrío, de película de terror antigua.

El capitán anuncia que debe alterar ligeramente la ruta pues los canales Lemaire y Newmayer, demasiado estrechos, están plagados de témpanos de hielo con movimientos imprevisibles. El barco acentúa su movimiento lateral: experimentamos nuestra primera tormenta. Está prohibido asomarse al exterior, pues pueden volar contra nuestras cabezas objetos mal asegurados. No llego a marearme. Quizás tenga yo algo de lobo de mar, aunque lo dudo.

El jueves por la mañana el tiempo ha mejorado notablemente, aunque continúa el paisaje de televisión en blanco y negro. Avistamos al fin el continente. Nos detenemos en Bahía Paraíso. La costa presenta una capa gruesa de hielo, una muralla blanca con ocasionales manchas de roca que parece negra por el contraste.

Bahía Paraíso.

Contemplamos un glaciar que desemboca en el océano y parece estar compuesto más de nieve que de hielo: su blancura es amable a la vista. Y nada más: silencio y soledad. No se vislumbra un atisbo de vida fuera de la embarcación.

Curiosamente, el primer signo de vida que divisamos es un barco de crucero más pequeño, de los que se contratan en Ushuaia y tienen permitido el desembarco. No imagino a la mayoría de nosotros desembarcando en esta costa tan inhóspita. Las bajas podrían ser cuantiosas.

Continuamos bordeando la Península. Más icebergs con formas caprichosas: de submarino navegando en superficie, de dromedario de joroba pronunciada, de ventana de arco ojival.

Por la tarde, en la isla Cuverville, divisamos los primeros animales antárticos: millares de pingüinos Juanito, y un penetrante, casi desagradable, olor a pescado. Esta costa presenta más superficie de roca desnuda, el hielo ha retrocedido, y los pingüinos se comunican entre sí, y quizás estén preparándose para las labores de cría. Se observan también lobos marinos descansando plácidamente. Se ven incluso pingüinos navegando en islas de hielo, aunque son los menos, la mayoría prefiere pisar tierra firme.

Isla Cuverville.

Escucho una exclamación en el lado contrario al que estoy asomado. Me acerco rápidamente y me da tiempo de observar cómo se sumergen varias ballenas que viajan en grupo.

Más movimiento en el agua: ahora se trata de pingüinos que nadan, bucean y saltan por la superficie del mar como si fueran diminutos delfines.

La Antártida, ese continente helado, árido, inhabitable y hasta hace poco desconocido para los seres humanos, está lleno de seres vivos, aunque casi toda esa vida necesita del mar que baña sus costas. Solo el pingüino emperador se interna de manera habitual en esas tierras desérticas, y eso me sigue impresionando.

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