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La ciudad puntual como un reloj

Asomada al Lago Lemán y regada por el río Ródano, Ginebra está bañada en chocolate, piezas preciosas de relojería y diversidad cultural

Jueves, 7 de agosto 2025, 21:26

La ciudad elegida como sede europea de la ONU, suma también la de la Cruz Roja, pues fue el ginebrino Henry Dunant quien, al observar ... los estragos de la batalla de Solferino, creó el primer Comité Internacional en 1863 tras convencer a sus coetáneos de que un soldado herido es solo un hombre necesitado de ayuda, por eso la urbe cuenta con un museo dedicado a la organización. Su casco histórico es el más grande del país, dominado por la catedral de Saint-Pierre. Austero, eso sí, el protestantismo no favorece excesos decorativos. Un total de 157 escalones ascienden hasta lo alto de sus torres con ansia panorámica. Los padres de la Reforma en la ciudad –Farel, Calvino, Beza y Knox– aguardan pétreos en el Parc de Bastions, junto al lema de la urbe y el protestantismo: 'Post tenebras lux' (Después de la oscuridad, la luz). Cuentan con el Museo Internacional de la Reforma.

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La imagen más conocida, el Jet d'Eau, es un chorro de agua que asciende 140 metros a 200 kilómetros por hora. Antes que fuente, fue válvula en la planta hidráulica que prestaba la fuerza del río Ródano a los relojeros. Porque aquí, los relojes dieron (siguen dando) de comer a mucha gente. En el siglo XVI, Ginebra se convirtió en cuna de la alta relojería, importaron la tradición protestantes huidos de la Europa católica. ¿Sabían que las mujeres usaron relojes de pulsera mucho antes que los hombres? En 1878, Patek Philippe creó el primero suizo, una pieza refinadísima para la condesa Koscowicz de Hungría. Otros refinamientos lucen tras las vitrinas de su museo, poseedor de una de las colecciones raras y antiguas de estos artilugios. Repletos de piezas móviles sobre paisajes, funambulistas, remeros, doncellas en columpios... Esmaltados y dorados que adornaban la elegancia de unas mujeres mientras otras, las obreras, se jugaban la salud trabajando con el mercurio necesario para lograrlos.

En la calle, junto a un lago Lemán rodeado de casas envidiables que conocer gracias a un paseo en barco, quedará acercarse a otro reloj, el de flores del Jardín Inglés, cuyo segundero de 2,5 metros es el más largo del mundo.

Ginebra es una ciudad de contrastes. Rodeada de montañas, ninguna le pertenece, forman parte de Francia. Allí nació uno de los filósofos de la Ilustración, Jean-Jaques Rousseau, en 1712, hijo y nieto de relojeros, por cierto; su casa aguarda en la Grand-Rue, convertida en encuentro para literatos y pensadores. Y allí murió la emperatriz Sissi en 1898, apuñalada por un anarquista italiano; por eso el muelle de Mont-Blanc luce su estatua.

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El colorido barrio italiano de Carouge difiere respecto a los tonos neutros del centro. Pequeños cafés se alternan entre callejas, combinan ambiente y sosiego dentro del puzzle de nacionalidades que es este cantón nutrido por un 44% de población inmigrante, por eso es sencillo encontrar quien hable castellano. Contradictorio parece que una zona con nombre de licor no tenga nada que ver con esa bebida y se haya convertido en la vinícola más grande de Suiza. Viñedos y caldos para catar aguardan a pocos kilómetros, en Santigny, por ejemplo.

Los ginebrinos adoran el fluir del Ródano tanto como el del chocolate. Incluso han ideado una tarjeta, la Choco Pass, para completar una ruta de pastelerías donde recoger bolsitas de bombones que, acumuladas, cubren la dieta azucarada. También existe la Geneva Pass, con acceso a museos y actividades, y los alojamientos ofrecen gratis la Geneva Transport Card, válida para el transporte público.

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Es tal el fervor por el descendiente del cacao que, cada 12 de diciembre, celebran la expulsión de las tropas del Duque de Saboya en 1602 rompiendo marmitas de chocolate al grito de «¡Así murieron los enemigos de la República!», pues una valiente ciudadana lanzó el guiso de su olla sobre los soldados, entre los que había mercenarios españoles, por cierto.

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