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Un crucero pijo hacia la Antártida (Capítulo IV - Parte 4)

No me canso de Buenos Aires

Javier Sagastiberri

Domingo, 11 de agosto 2024, 00:14

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Mi última excursión organizada me lleva a lugares emblemáticos de Buenos Aires. La iniciamos en la Plaza de Mayo, donde visitamos el interior de la catedral y también nos detenemos ante el Cabildo y la Casa Rosada. Nos bajamos del autobús para fotografiar el imponente Obelisco, en la Plaza de la República. Seguimos avanzando hasta el mercado de San Telmo. Luego observamos varios palacios y teatros, entre ellos, el impresionante Teatro Colón.

Nos dejan una hora en la calle más popular de Buenos Aires, el famoso Caminito, donde destacan las efigies de Eva Perón, el Che, Maradona y Messi. Estamos en el popular barrio de Boca, de casas baratas de colores alegres, con mucho encanto. Compro varias bombillas para tomar mate, pero lo hago con ánimo decorativo, pues probé esta infusión en Puerto Madryn y no me gustó nada.

A continuación, visitamos Puerto Madero, un barrio nuevo, con lujosos rascacielos, pero también con edificios rehabilitados, donde reside la clase media alta de la ciudad. El guía nos explica que es una zona muy tranquila y segura para vivir, y tan cercana al centro financiero que los residentes pueden acercarse a la oficina paseando.

Comemos en un restaurante próximo y me toca a la derecha un par de mujeres norteamericanas con las que consigo entenderme sin demasiado esfuerzo. En cambio, el acento galés de mis otros compañeros de mesa es tan cerrado que no les pillo nada, pero sonrío cuando ellos lo hacen por si acaso.

Llega el desembarco definitivo. Un taxi me acerca al hotel, que está en la avenida que une el Obelisco con la Plaza de Mayo.

Dedico esta segunda jornada a patear la ciudad a mi aire. Constato lo que sospeché el día anterior: Buenos Aires es una de las grandes urbes del mundo, al nivel de París o Nueva York. Recorro el centro durante horas y no me canso de ver edificios impresionantes, algunos tan majestuosos e imponentes como el Centro Cultural Kichner. Me llama la atención lo limpias y cuidadas que encuentro estas calles y avenidas y la variedad y belleza de sus parques. El centro me recuerda a los barrios más lujosos de Madrid, pero con veinte o treinta veces más de extensión. Empiezo a dudar de la pobreza de los argentinos hasta que me topo con los pobres entre los pobres y veo que la riqueza de esta ciudad es un espejismo.

Centro Cultural Kichner.

Visito la librería del Ateneo. Con razón está considerada una de las más hermosas librerías del mundo. El surtido de sus fondos es espectacular.

Librería del Ateneo.
Librería del Ateneo.

También me resulta impresionante el lujo de las Galerías Pacífico, inspiradas en algún centro comercial de París.

Ceno por la noche en el Café Pertutti, en una esquina de la Plaza de Mayo. Cuando regreso hacia el hotel ha oscurecido, pero no camino con inseguridad, pues estoy en el centro.

En el suelo, junto a un portal, descubro a un mendigo pidiendo todavía a esas horas. Decido ayudarle y extraigo un billete de 500 pesos argentinos. Se levanta y con educación me pide que le deje abrazarme. Nos damos un abrazo y nos despedimos con cordialidad.

Entro al hotel y siento una especie de júbilo por el hecho de haber ayudado a un argentino con dificultades, hasta que me doy cuenta de que el billete que le he entregado no equivale al cambio más que a unos céntimos de euro. No se puede ser más miserable. Vuelvo a la calle, pero ya no encuentro al mendigo. No cabe ya, por tanto, redención.

El regreso a España es duro, viajamos en un avión mucho más incómodo que el de la ida, con una cena de inferior calidad. Una niña no deja de chillar en toda la noche. Un empleado nos recuerda de vez en cuando que somos pasajeros de segunda, que los baños de la parte delantera no son para nosotros.

Mientras dormito, rememoro los grandes momentos del viaje: las montañas y glaciares, los imponentes témpanos de hielo, las ruidosas colonias de pingüinos, la costa fragmentada y los estrecho fiordos, la blancura silenciosa e inhumana de la Antártida, la serena mirada del león marino, la vida y el ajetreo bullicioso de las capitales. Y, cómo no, el reencuentro especial con Gabi y Rafa, la amistad de Raúl y de Leylany, de Alice y Beate y de americanos afables de los que he olvidado el nombre.

Ha sido una experiencia nueva, que me ha colmado, pero que no implica renunciar al regreso algún día. Siempre ha de quedar algo pendiente en las tareas que nos proponemos, es la mejor manera de aplazar la propia extinción, de engañar a la muerte que siempre está deseando concretar una fecha para llevarnos con ella. Todavía no, le decimos, aún nos quedan cosas verdaderamente importantes por hacer.

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