Violencia contrala mujer
Pues verán, algunos pensamos todavía hoy en 2019, y a pesar de los quince años de vigencia y aplicación de la Ley de Violencia de ... Género de 2004, que no es cierta su afirmación apodíctica de que cualquier caso de violencia contra una mujer llevado a cabo por un hombre en el marco de una relación de pareja tiene por única explicación el hecho de que existe un sistema estructural de dominación machista en la sociedad. Y tampoco la de que sólo dentro del marco de esa estructura puede ser comprendida la acción realizada y -lo que es más importante- sólo dentro de ese marco puede ser castigada como la Justicia exige.
Pensamos que no está científicamente soportada la afirmación de que toda violencia contra la mujer en el seno de una relación es violencia de género; es decir, una violencia que se practica por el hecho de que la mujer es mujer y por nada más. Es obvio que la ley de 2004 así lo afirma en su preámbulo y en su artículo primero, pero sucede que las relaciones causales entre fenómenos físicos o sociales no derivan en absoluto de lo que digan los legisladores. Que la competencia de estos alcanza a normar, pero no llega a explicar los fenómenos. Y pensamos, en este concreto aspecto, que la adopción del esquema normativo de la violencia de género no está justificada en pruebas adecuadas, sino que es una posición que deriva y depende de una posición puramente ideológica. Que al igual que la afirmación de que el comportamiento del ser humano está determinado por el lugar que ocupa en las relaciones de producción, la de que la mujer agredida lo es siempre por su condición social (y por tanto el hombre agresor está determinado a serlo por su género), no es falsable sino ideológica.
Y pensamos también que de estas declamaciones legales ideológicas, que por sí mismas no tienen mayor importancia que la de suscitar un cierto debate intelectual, se ha derivado (y esto sí que tiene importancia) un desarrollo del Derecho Penal en la materia que está trufado de moralismo. Y que, además, puede calificarse de Derecho Penal identitario, en tanto en cuanto sanciona o agrava la sanción de determinadas conductas humanas no en función del comportamiento individual y subjetivo del agente que las realiza, sino en función del colectivo sociocultural al que pertenece ese sujeto. Un Derecho que se está apartando progresivamente de nociones e ideas que estaban en la base de la norma penal desde la Ilustración, como la de la responsabilidad personal por la propia conducta y la presunción de inocencia.
La norma penal española vigente sanciona en todo caso con mayor pena (pero que muy mayor) las agresiones realizadas por el hombre con ocasión de una relación de pareja que las idénticas de la mujer contra el hombre. Discrimina en función del género del autor y de la víctima. Y lo hace porque, según los inspiradores de esta agravación y sus aplicadores -los jueces-, la conducta del hombre, aunque en algún caso particular pueda motivarse subjetivamente en otras causas, «se inserta en una estructura de dominación machista» que convierte en irrelevante su concreta intencionalidad o motivación.
La idea es que, puesto que estadísticamente hablando la mayoría de las violencias domésticas son machistas, se puede y se debe tratar como de inspiración machista a todas esas violencias, aunque algunas no lo sean en la realidad. Este parece ser el razonamiento (falaz) del legislador, del Tribunal Supremo y del Constitucional: el de que la prevalencia estadística justifica el suplantar el juicio individual concreto de la conducta por el dato identitario de su autor. Y ello en una materia como la del castigo social por hechos delictivos, precisamente el campo en el que el juicio individual no puede ignorarse nunca.
El Derecho Penal sexual español está incurriendo además en una exasperación punitiva que parece no conocer límites. La duración de las penas aplicables según las sucesivas versiones del Código Penal crece sin fin entre el aplauso de una parte de la sociedad, que reclama más y más castigo, más y más uso intensivo de la norma penal como medio para imponer un ideal moralista de sociedad. Que vivamos en realidad en uno de los países más pacíficos, con unos índices de delincuencia sexual más bajos, con una conciencia social más militante contra el machismo, todo ello se ignora en este punitivismo desaforado.
Algunos pensamos, o por lo menos vemos signos ominosos de ello, que incluso la presunción de inocencia puede llegar a estar en cuestión si persisten los desarrollos punitivos de tipo identitario. Que al igual que un hombre no puede ya demostrar que no delinquió por machismo (porque tal cosa es sencillamente irrelevante para juzgarle y castigarle), hay síntomas anunciadores de que se llegará a exigirle la prueba de que no es culpable cuando ciertas situaciones fácticas se hayan producido de manera objetiva. Si sólo un 'sí' expreso es un 'sí' que libera del castigo, y dada la particular grisura de matices expresivos de casi toda relación sexual, llegaremos a exceptuar de estos casos la exigencia de la carga de la prueba al que acusa. O a invertirla.
Algunos pensamos, en fin, que en esta materia se ha sustituido el debate razonado sobre el legítimo desacuerdo con una legalidad determinada por el improperio, y por la acusación de machista, homófobo, fascista y partidario de Vox a todo el que disiente. Y no nos parece bien.
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