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El presidente estadounidense, Donald Trump. OLIVIER DOULIERY / EFE

Trump abandona Afganistán a su destino

Jueves, 7 de febrero 2019, 00:45

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Han pasado 17 años desde la invasión norteamericana de Afganistán, y ahora el presidente Trump parece dispuesto a repetir la fraudulenta jugada que realizó con Corea del Norte: Fingir que se alcanza un acuerdo, cantar victoria y desentenderse del tema. Obviamente, cualquier compromiso que adquieran los talibanes o sus padrinos paquistaníes caducará en cuanto salgan del país las últimas tropas occidentales, pero es dudoso que eso detenga a Trump.

Para el Gobierno afgano debe haber sido muy humillante que sus poderosos padrinos les hayan puenteado, negociando a sus espaldas con los archienemigos que pretenden destruirlos. Sin embargo, por lamentable que sea decirlo, a estas alturas creo que a casi nadie le importa un comino el Ejecutivo afgano, sobre todo a aquellos que han tenido la mala suerte de tener que tratar con ellos. El pueblo afgano puede tener sus simpatizantes, pero su infausto Gobierno….

Suele decirse que el error clave fue que en 2003 George Bush Jr. decidió embarcarse en una caprichosa invasión de un Irak en ruinas que ya no era una amenaza para nadie. Once años después, Estados Unidos se había batido en retirada de Irak y poco después el Estado Islámico conquistaba Mosul. Mientras tanto los talibanes se reagrupaban, con apoyo paquistaní, e iniciaban la reconquista de su imperio perdido.

Es necesario resaltar que los talibanes son básicamente miembros de la etnia pastún, el 40% de la población total. Algunos de sus guerreros pueden ser de otras etnias sunitas pero los jefes son todos ellos pastunes, y el islam ultraintegrista que defienden coincide en lo esencial con los esquemas y costumbres de la sociedad rural tradicional pastún. Por debajo de la retórica ultrarreligiosa, los verdaderos objetivos del talibanismo son impedir por la fuerza cualquier evolución hacia formas sociales y políticas más modernas, y mantener la hegemonía pastún sobre el conjunto de Afganistán.

Pese al error de Bush en 2003, el verdadero problema fue siempre interno. Los afganos contrarios al arcaicismo talibán han tenido 17 años para levantar un Gobierno, una administración y unas fuerzas de seguridad que funcionasen. Contando con los pastunes urbanos y con todas las demás etnias del país, que suman un 60% de la población, más el apoyo militar y económico masivo extranjero, el Gabinete de Kabul debería haber sido capaz de crear una administración y unas fuerzas armadas modernas y eficaces para derrotar a los fanáticos. El fracaso se puede cargar en la cuenta de todos los sospechosos habituales: la corrupción masiva y sistémica, el primitivisimo casi universal del país, la intromisión paquistaní, los errores garrafales de Washington… pero la verdad incómoda es que a los señores de la guerra, los políticos de Kabul y los caudillos locales nunca les interesó en absoluto modernizar Afganistán. En esas condiciones, necesariamente ha de ganar la guerra el bando más cohesionado y agresivo, y ese es sin duda el talibán.

Si los norteamericanos se marchan, Kabul caerá en cuestión de meses pero eso no significará la paz. En gran parte de Afganistán, los talibanes no van a ser vistos como un movimiento de liberación nacional ni de purificación religiosa sino como una fuerza de ocupación pastún. Los grupos mayoritariamente sunníes como los tayikos o los uzbekos tendrán la opción de agachar la cabeza y someterse, pero los hazaras chiitas y otras minorías religiosas, que suponen casi un tercio de la población, tal vez no tengan esa oportunidad, tan extremo es el fanatismo de los talibanes. Por lo tanto las guerras afganas, que continúan sin pausa desde 1973, continuaran indefinidamente y podrían ir extendiéndose a los países vecinos.

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