Los estudios sociológicos nos advierten de un fenómeno inquietante y paradójico: mientras los marcos legales y educativos promueven la igualdad entre sexos, emergen en espacios ... juveniles actitudes y viejas formas de machismo. Lejos de ser un residuo del pasado, el machismo se reconfigura con los códigos digitales, el consumo rápido de información y los discursos que banalizan la violencia simbólica.
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El machismo entre jóvenes exige hoy observar las tensiones identitarias en la construcción de la masculinidad de la era digital, con adolescentes que se socializan en modelos masculinos de competitividad, dominación o expulsión de lo emocional. Y femeninos de sumisión, conquista y exhibición física sexualizada. Las redes amplifican, sin filtros críticos, discursos que ridiculizan el feminismo o justifican comportamientos controladores bajo una supuesta libertad individual.
Los algoritmos de las plataformas digitales llevan a los adolescentes a contenidos de la llamada manosfera: comunidades 'online' que promueven una masculinidad que ve la igualdad como pérdida de privilegios, no como una ganancia colectiva. Figuras como Andrew Tate y otros perfiles se han convertido en gurús para chicos que buscan modelos de identidad. Reafirman su masculinidad a través del control y la dominación. Estos algoritmos les ofrecen pornografía violenta que asumen como fuente de información para relaciones sexuales. Expuestos desde los 12 años, crean expectativas sexuales distorsionadas y ausentes de responsabilidad afectiva, deforman dramáticamente sus primeras experiencias sexuales.
A la vez, las adolescentes navegan entre mensajes dispares: la presión por mostrarse empoderadas, fuertes e independientes, y ser tachadas de 'feminazis' si se quejan de un chiste machista o de unas relaciones que las someten a nuevas formas de control, sumisión y disponibilidad constante, sin olvidar que su imagen hipersexualizada es un valor para ganar los ansiados seguidores desde edades muy tempranas.
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A este caldo de cultivo se suman factores estructurales, como la falta de una coeducación real en las aulas, de programas de educación afectivo-sexual con enfoque feminista. Cuando se dan charlas puntuales sobre biología reproductiva, suelen carecer de información sobre consentimiento explícito, placer o gestión emocional. Y de esto hay que hablar de forma sistemática. También aquí las familias fallan.
Tengo que señalar igualmente el silencio cómplice de muchos hombres. Se sigue entendiendo la lucha contra el machismo como 'asunto de mujeres', lo que permite que nuestros hijos crezcan sin modelos alternativos de masculinidad que muestren que la fuerza no está en el control, sino en el respeto; que la vulnerabilidad no es debilidad, sino humanidad.
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En esa ecuación, muchos jóvenes sin referentes positivos y críticos reafirman su identidad en el machismo. La desinformación -especialmente la de ciertos 'influencers' o grupos antifeministas- agrava el problema al presentar el feminismo como una amenaza y no como un movimiento emancipador que también beneficia a los hombres.
El retorno del machismo a los entornos juveniles se manifiesta en agresiones físicas o delitos visibles, a la vez que en actitudes cotidianas: vigilancia sobre las redes de la pareja, celos como supuesta prueba de amor o cosificación del cuerpo femenino como signo de estatus. Estas prácticas no son inocuas, no se puede trivializar cada gesto machista porque refuerza la estructura de desigualdad que perpetúa la violencia.
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Combatir el machismo juvenil requiere una estrategia integral con prevención educativa, compromiso comunitario y transformación cultural profunda. No se resuelve con consignas, sino con experiencias concretas que enseñen a vivir la igualdad. La violencia machista no nace de un día para otro, germina en la indiferencia, el humor sexista, la falta de diálogo y la invisibilidad de los cuidados. La juventud, hoy más que nunca, necesita herramientas críticas para reconocer esas formas de dominación y transformar su significado. Cada gesto educativo, cada relato feminista y cada conversación abierta es siembra para una cultura más justa y pacífica, para una sociedad libre de violencia y machismo.
Cuando miro a los jóvenes, veo una generación atrapada entre discursos políticamente correctos y prácticas que retroceden décadas. No podemos permitir que el machismo se recicle mientras nos felicitamos por nuestros avances teóricos. El desafío no solo es proteger a nuestras hijas de relaciones tóxicas, sino también salvar a nuestros hijos de convertirse en esos hombres tóxicos. Hay que atender a este problema porque es el caldo de cultivo de la violencia machista joven y adulta.
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La igualdad real no se decreta en los boletines oficiales: se construye en patios de institutos, en conversaciones familiares o en redes sociales que consumen nuestros jóvenes. El machismo juvenil no es un problema de ellos: es nuestro fracaso. Y la solución no puede esperar.
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