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En sociedades atravesadas por crisis constantes, económicas, políticas o sociales, la sensación de inseguridad se vuelve una presencia cotidiana. No es solo la inseguridad física ... que proviene del delito o de la violencia urbana, sino una más sutil pero igualmente corrosiva: la de no saber qué esperar del mañana, de vivir en un país donde las reglas cambian con cada nuevo decreto, donde la justicia parece lejana y el acceso a derechos básicos se vuelve cada vez más incierto.
Esta clase de inseguridad, cuando se vive desde una posición de impotencia, va sembrando una forma silenciosa pero persistente de sufrimiento psíquico. La impotencia es, en sí misma, una experiencia traumática: sentirse incapaz de incidir en la realidad, de protegerse o proteger a los suyos, de imaginar un futuro mínimamente estable. La democracia, cuando no se vive de manera plena, cuando se experimenta más como una ilusión que como una realidad efectiva, genera un vacío que se traduce en angustia.
La democracia, en su concepción más noble, implica participación, representación, respeto por los derechos, acceso a la justicia y posibilidades reales de incidir en el rumbo de la vida colectiva. Cuando estos principios se ven erosionados por prácticas autoritarias, corrupción, manipulación mediática, violencia institucional o exclusión sistemática de grandes sectores de la población, la democracia deja de vivirse como una experiencia tangible y cotidiana. Se convierte en una idea abstracta, lejana, casi mítica. Se la menciona en los discursos, pero no se la reconoce en la vida diaria.
Cuando la democracia se experimenta más como una promesa incumplida que como una realidad efectiva se genera una disociación emocional profunda. La población comienza a percibir que su voz no tiene peso, que su participación no genera cambios concretos, que las decisiones se toman a espaldas del interés colectivo. Esta sensación de ser ignorado o silenciado en un sistema que, en teoría, debería ser inclusivo y representativo genera una forma de angustia existencial difícil de describir
Es una angustia que nace de la contradicción entre lo que se dice y lo que se vive. Se promueve la libertad, pero el acceso a derechos fundamentales como la educación, la salud o la vivienda está profundamente condicionado por la clase social. Se habla de igualdad, pero la justicia se aplica de manera selectiva. De participación, pero las vías para ejercerla se sienten obstruidas, burocratizadas o directamente manipuladas.
En este clima, las personas comienzan a experimentar un tipo de vacío que no es solo político, sino profundamente subjetivo. Pierden el sentido de pertenencia, de ser parte activa de una comunidad. Se debilita el vínculo con el otro, se fragmenta la identidad colectiva, y eso tiene consecuencias directas en el equilibrio emocional y mental.
Además, cuando la democracia es solo una fachada, quienes intentan actuar desde el compromiso, la esperanza o el deseo de transformar, suelen enfrentarse a un muro de frustración constante. Esto no solo desalienta la acción política, también puede derivar en una desmovilización emocional: un retraimiento, una apatía o incluso un cinismo que actúa como mecanismo de defensa frente al dolor de la decepción mantenida.
La falta de una democracia real -vivida, sentida, encarnada en los vínculos y en las instituciones- no solo genera malestar social, produce heridas psíquicas. Porque allí donde debería haber confianza, aparece la sospecha; donde debería haber seguridad, se instala la incertidumbre; y donde debería haber posibilidad, irrumpe la impotencia.
Este tipo de estrés crónico puede derivar en una variedad de trastornos psíquicos: ansiedad generalizada, depresión, alteraciones del sueño, irritabilidad constante, y en los casos más graves, cuadros de desesperanza profunda o incluso ideación suicida. El cuerpo y la mente viven en estado de alerta permanente, y eso no solo agota sino que desconecta. Las personas comienzan a distanciarse emocionalmente de su entorno, pierden la motivación, la confianza en los demás y la fe en el futuro.
La salud mental colectiva empieza a deteriorarse cuando la injusticia se normaliza y el miedo se vuelve rutina. Por eso, más que nunca, es necesario hablar de salud mental como un derecho social, y comprender que cuidar el bienestar psíquico de una población no es un lujo, sino una responsabilidad política y ética.
Frente a este panorama, es urgente pensar en una política del cuidado que no se limite al tratamiento clínico del sufrimiento, sino que apueste por transformar las condiciones estructurales que lo generan. Recuperar la esperanza como una forma de resistencia. Crear espacios comunitarios donde lo colectivo vuelva a tener sentido. Fortalecer redes de contención, tanto institucionales como afectivas. Y, sobre todo, reconocer que cuidar la salud mental de una sociedad es también -y quizás ante todo- un acto profundamente político.
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