En un contexto tan complejo como el que nos toca vivir, el papel de las empresas como portadoras de cohesión social deviene clave para evolucionar ... desde nuestro Estado del Bienestar hacia un Estado relacional donde gobiernos, empresas y sociedad civil colaboremos en la evolución hacia una ciudadanía más cohesionada y sostenible.
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Este año hemos cruzado un umbral en cuanto a la gravedad y la urgencia de los retos ambientales, sociales y de gobernanza a los que deben dar respuesta todos los países y regiones del planeta. Naciones Unidas ha declarado que estamos en la «década de la acción» para alcanzar los ambiciosos objetivos del desarrollo sostenible. Y la estamos viviendo inmersos primero en una crisis sanitaria global y enfrentándonos además a evidencias crecientes de la devastación resultante del cambio climático; todo ello, en un clima social tensionado por una creciente desigualdad. Solo nos faltaba una guerra, y desgraciadamente también se ha sumado a la enorme complejidad de un contexto geopolítico tan inédito como incierto.
Desde una dimensión empresarial, el reto compartido pasa por lograr sociedades mercantiles más estables, duraderas y generadoras de un sentimiento de pertenencia en quienes participan en ellas. Nuestras empresas y su actividad suponen el verdadero elemento tractor de nuestra sociedad. La economía debe mantener el pulso y el músculo industrial para conservar unos servicios públicos que son y serán, sin duda, la base de nuestro sistema de bienestar. No olvidemos que para distribuir la riqueza primero hay que crearla.
Los gestores y propietarios de las empresas deben tener presente una realidad social que va mucho más allá de la legítima maximización de beneficios particulares. Es preciso atender también a todo el conjunto de intereses colectivos propios del entorno en el que desarrollan su actividad. Lejos queda ya la opinión del Nobel de Economía Milton Friedman, quien en 1970 defendía que la única responsabilidad admisible en la dirección empresarial debía venir presidida por el incremento de los beneficios y la maximización del valor de la participación de sus socios.
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La empresa ha de entenderse como una verdadera conexión de intereses privados y sociales convergentes. Hay que implicarlas en las políticas públicas que persiguen objetivos de interés general con un fuerte componente ético. No se concibe una gestión empresarial que no contemple adecuadamente valores de aceptación general; ya ha quedado comprobado que, al menos en el caso de las grandes corporaciones, una actuación desviada de tales valores puede llegar a lesionar directamente los intereses generales.
El logro y defensa de fines como la protección de los derechos humanos, la atención a la crisis climática o la propia supervivencia o conservación de la empresa y sus empleos a largo plazo deben ser considerados imperativamente dentro del marco de los deberes de sus administradores, cuya gestión solo se va a entender legítima si atiende a compromisos éticos, políticos y sociales.
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Nuestro tejido industrial, nuestra cultura empresarial, nuestra concepción de solidaridad social y de compromiso con la 'res' pública debe avanzar hacia la consolidación de una nueva cultura basada en el respeto y en la colaboración mutua entre personas, con un liderazgo ejemplar que dé sentido y valor a la función que éstas ejercen dentro de la empresa. Si queremos construir futuro hemos de intentar recuperar y proteger la confianza recíproca en el sistema y en las personas.
La sostenibilidad por parte de las empresas ha dejado de ser sinónimo de meras acciones filantrópicas y se ha convertido en una herramienta de gestión que forma parte de sus decisiones. Está calando la visión de que es necesario superar la búsqueda de la rentabilidad a corto plazo que ha imperado en amplios sectores, y que deben orientarse todos los esfuerzos hacia la búsqueda de una sostenibilidad de futuro que se engloba bajo el acrónimo ASG (riesgos ambientales, sociales y de gobernanza) en el desarrollo de sus modelos de negocio.
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Los retos son de tal envergadura que difícilmente se podrán afrontar sin la implicación de la mayor parte de las instituciones y personas de las economías desarrolladas del planeta. No es sorprendente, por tanto, que las estrategias de recuperación que se están desplegando prioricen el objetivo de la transición hacia un tejido socioeconómico resiliente para intentar potenciar la capacidad de generar bienestar para la ciudadanía de un manera justa y sostenible.
La interconexión entre economía, sociedad y entorno natural permite valorar en qué medida la generación de riqueza social por parte de las empresas ha de quedar vinculada a la realización de un esfuerzo más amplio en materia ambiental, social y de gobernanza, como muestra de la mejor forma de protegernos contra el impacto de todos esos riesgos no financieros que comprometen su propia continuidad.
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