Vivimos en un tiempo cruel
El discurso y la práctica de la crueldad están tan normalizados que es difícil no sentirlos en nuestra vida cotidiana, pero también surgen reacciones que renuevan la fe en la Humanidad
Vivimos en un tiempo cruel. Solo con escuchar conversaciones en la mesa de al lado mientras intentas cenar tranquilamente en un restaurante, mirar un programa ... televisivo de debates, leer el periódico o pasearse por cualquier red social, una se da cuenta de que la crueldad se ha convertido, para algunos, en un valor positivo. La crueldad es una forma de violencia -física o psíquica- que pretende humillar a su víctima, causar no solo dolor, también degradación. Y cuanto más vulnerable es la víctima del acto cruel, más se engrandece el perpetrador. Y si ese acto de crueldad se ejecuta ante público, mejor, mayor es su impacto. La crueldad aparece definida como «inhumanidad» pero no hay nada de inhumano en ella. Es tremendamente humana y hay contextos que la sacan a la luz.
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Tampoco es nada nuevo esto de la crueldad. Los archivos históricos han dejado grabadas en nuestras retinas imágenes de víctimas que son vejadas en público, ya fueran los condenados a escarnio en las plazas del Medievo, ya fueran los judíos siendo paseados con carteles denigrantes y las barbas recortadas, ya las mujeres «rojas» o sospechosas de serlo rapadas al cero y purgadas con aceite de ricino por los fascistas españoles.
Listar todas las actitudes crueles contemporáneas sería interminable, pero nombraré algunas de diferentes signos. Una: la hipermasculinidad misógina que despliegan quienes señalan, insultan e intentan acallar a mujeres que defienden sus derechos. Un tipo que tiene más de 100.000 seguidores en una red social escribe: «El voto de las mujeres ya es un problema que hay que empezar a asumir». Se refiere al hecho de que el triunfo progresista en Nueva York, Nueva Jersey y Virginia se debe en gran parte al voto femenino. Pueden pensar que esto es simplemente el exabrupto de un patán, pero este patán no está, ni mucho menos, solo en su opinión.
Dos: la normalización de la fuerza bruta -policial y militar- como herramienta de poder. Lo vemos en las actuaciones del servicio de inmigración en Estados Unidos contra la población hispana, incluyendo a bebés y niños; en las cargas del Gobierno de Milei en Argentina contra jubilados y discapacitados; en la reciente masacre disfrazada de «éxito operativo» en Río de Janeiro, donde se ejecutó a 132 personas; en las cárceles de Bukele, donde los detenidos viven en condiciones vejatorias extremas; en el genocidio en Gaza retransmitido en tiempo real.
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Tres: la crueldad invisible de los mercados que tiene efectos visibles y devastadores. La desposesión del Sur Global que no solo está localizada geográficamente en el sur, sino que se traslada e inscribe en los cuerpos de quienes migran a nuestro territorio; cuando además les negamos cobijo y existencia reiteramos la crueldad contra ellos.
Cuatro: el negacionismo público de la violencia machista, el sabotaje de un consenso gracias al que se había conseguido un avance tanto en el reconocimiento social de la violencia machista como problema que necesitaba una solución urgente, como en la aplicación de la ley para castigar a los violentos y amparar a las víctimas.
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Cinco: la crueldad entre niños y adolescentes, el acoso escolar que provoca tanto dolor que lleva a Sandra, una niña de 14 años, al suicidio.
Seis: la imposición, como si fuera ineludible, de la Inteligencia Artificial como fuente y producción de conocimiento; en mi imaginación, la IA es un gran embudo voraz que succiona, destila y reduce nuestra forma de entender la realidad al mismo tiempo que produce saberes homogeneizados y nos condena a un conocimiento dirigido al servicio de los más poderosos. Esa IA ya incorporada en nuestros teléfonos nos roba, sin que la mayoría se dé cuenta, el derecho a un conocimiento libre. Las consecuencias de este control de la información y el conocimiento para el futuro de la Humanidad son espeluznantes.
Podría seguir nombrando durante páginas y páginas formas de crueldad ejercidas desde los poderes más altos hasta el hombrecito que se esconde detrás de un pseudónimo en una red social. El discurso y la práctica de la crueldad están tan normalizados que es difícil no sentirlos constantemente en nuestra vida cotidiana. Pero también es cierto que, frente a la crueldad, surgen reacciones que renuevan la fe en esta Humanidad a veces terrorífica. Hemos visto a ciudadanos de a pie evitar la detención de personas en las calles de Los Ángeles, Chicago y Nueva York; a adolescentes manifestarse contra las condiciones que llevaron a Sandra al suicidio; a miles y miles de personas de todo el mundo clamando contra el genocidio en Gaza.
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Vemos, en nuestros pueblos y pequeñas comunidades, a mujeres y hombres organizándose para ayudar a las personas migrantes a sobrevivir y regularizar su situación; vemos la lucha de a pie y en las instituciones para proteger los avances del feminismo y de los derechos LGTBIQ+; leemos y escuchamos a personas con capacidad crítica y expresiva que señalan, hacen visibles y denuncian las formas de crueldad que atacan nuestros derechos, reducen nuestra capacidad política y minan nuestros vínculos sociales.
Y es aquí donde quiero defender el valor de la cultura -la literatura, el cine, las artes- para desnaturalizar la crueldad, para alimentar una imaginación transformadora y ética que nos descontamine de tanto ruido violento. La imaginación es una forma de conocimiento que nos ayuda a dar cuerpo a todo aquello que no ha sido todavía nombrado o materializado. Por eso, es indispensable desarrollar una imaginación que no se nutra de la ferocidad de estos tiempos, sino que haga todo lo contrario, que revele los mecanismos de la crueldad hegemónica y que aporte otras formas de interpretación de la realidad. Mi deseo es que la cultura que creamos y consumimos no alimente nuestro individualismo del 'sálvese quien pueda' y la ley del más fuerte, sino que promueva la solidaridad para encontrar soluciones que beneficien al bienestar de la mayoría; una cultura que se enfrente al soliloquio de los poderosos buscando el diálogo y la interlocución; una cultura que, frente a la desensibilización ante el dolor de los demás, reconozca y abrace la vulnerabilidad común.
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Que me llamen buenista. Acepto con alegría el insulto, prueba de que, a pesar de toda evidencia, sigo creyendo que todavía estamos a tiempo de salvarnos.
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