La cruzada de Putin

El dictador considera Ucrania parte irrenunciable del alma rusa y se escuda en la religión para justificar la guerra con la complicidad del patriarca de Moscú

Lunes, 28 de febrero 2022, 00:15

Hace poco menos de tres meses, Epifanio I, metropolitano de Kiev de la autodenominada Iglesia ortodoxa autocéfala de Ucrania, abrió el debate para adoptar el ... calendario gregoriano y celebrar el nacimiento de Cristo el 25 de diciembre, en lugar del 7 de enero como marca el calendario juliano, seguido por las iglesias ortodoxas fieles al patriarcado de Moscú. El patriarca Kirill y Vladímir Putin se removieron en sus asientos ante lo que consideraban una provocación de una jerarquía que había estado tres siglos subordinada al liderazgo espiritual moscovita y ahora rompía la comunión y se acercaba a Occidente con el aplauso del Gobierno de Kiev.

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En efecto, en la guerra del jefe del Kremlin contra Ucrania tambien subyacen factores religiosos, y de gran calado. El propio Putin lo certificó en su comunicado del día 21 cuando, a la hora de justificar la entonces probable invasión, salió en defensa de los fieles y clérigos ortodoxos ucranianos que pertenecen al patriarcado de Moscú y que, en su análisis, son víctimas de una ofensiva en su propio país. «Las autoridades ucranianas, cínicamente, han convertido la tragedia de la división de la Iglesia en un instrumento de la política de Estado», acusó.

¿A qué se estaba refiriendo Putin? Al cisma que se ha acelerado en el seno de la ortodoxia en los últimos ocho años, desde la ocupación de Crimea, y se consumó en diciembre de 2018 cuando el patriarcado de Kiev se convirtió en Iglesia autocéfala, independiente de Moscú, en un concilio de unificación como Iglesia nacional. El nuevo jefe, Epifanio, se ha ido alejando de Rusia y absorbiendo las parroquias de Ucrania bajo su autoridad espiritual. Y no solo eso: se ha ido acercando al Patriarcado Ecuménico de Constantinopla de Bartolomé II. Putin, guardián del alma rusa, considera a Ucrania y su Iglesia parte fundamental de la identidad rusa, cuyo origen sitúa, además, en ese país. No podía tolerar que Ucrania mire cada vez más a Europa, incluido lo que respecta a sus alianzas militares (léase OTAN).

De aquellos polvos, estos lodos. La guerra de Crimea es uno de los episodios que han jalonado la historia de Euroasia, donde muchos dirigentes han sabido exacerbar la religiosidad de sus ciudadanos. Y Crimea es un enclave sacralizado. En 988 Vladímir I, el Gran Príncipe de Kiev, fue bautizado en Quersoneso, una antigua colonia griega donde ahora se levanta Sebastopol. Fue apodada la 'Pompeya ucraniana' y la 'Troya rusa'; por distintas razones, pero con idéntico tino. Su conversión, justificada con diferentes versiones, marcaría un nuevo rumbo. Fue un hecho que «supuso la llegada del cristianismo a la Rus de Kiev, el reino del que Rusia heredó su identidad religiosa y nacional», defiende el sovietólogo Orlando Figes, autor de 'Crimea, la primera gran guerra' (Edhasa). Vladímir murió en Berestovo, cerca de Kiev, y su cuerpo fue desmembrado y distribuido entre sus numerosas fundaciones sagradas y venerado como reliquia.

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En efecto, Crimea es sagrada para Rusia. Es un icono que simboliza el alma rusa. Cuando Nikita Kruschev regaló la península a Ucrania no sabía la que estaba organizando. Fue en febrero de 1954. El entonces presidente de la URSS, en conmemoración del 300 aniversario de la adhesión de Ucrania a Rusia, transfirió Crimea a una república que él mismo había gobernado y en la que había nacido. Los lazos afectivos y políticos eran evidentes. Ucrania fue una de las repúblicas fundadoras de la Unión Soviética en 1922, pero cuando se resquebrajó la URSS, en 1991, alcanzó la independencia y tomó su propio camino. Y no devolvió el regalo de Kruschev.

Ahora, el gran socio de Putin en esta nueva cruzada es, precisamente, Kirill, gran patriarca de Moscú y cómplice del dictador ruso en su retórica violenta y expansionista. Hasta consumada la ofensiva no había levantado la voz frente al afán belicista de su aliado, lo que sí habían hecho los evangélicos y los grecolatinos (uniatas de Ucrania), que han rechazado la injerencia rusa en la soberanía nacional de su país; el Consejo de Conferencias Episcopales de Europa, la Comisión General de Justicia y Paz y, por supuesto, el patriarca de Constantinopla, Bartolomé II, y el Papa Francisco, que han denunciado la locura de la guerra.

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La Iglesia ortodoxa rusa se presenta como la única «garante de los valores cristianos tradicionales». ¿A qué valores se refiere Kirill? ¿A la disuasión desde las armas? ¿Al menosprecio del Derecho Internacional? ¿A no respetar la soberanía territorial de un país? ¿A dar cobertura y legitimidad a las tropas del Ejército ruso y a los intereses geoestratégicos del Kremlin? ¿Para qué sirve una religión sin contenido moral y sin preceptos éticos consistentes y sólidos?

La invasión de Ucrania no es una crisis local, tiene consecuencias para el mundo entero. ¿Se va a detener ahí Putin, que ya mira con el rabillo del ojo a los países bálticos e incluso a Polonia? Ahora es cuando hay que pararle los pies. La diplomacia vaticana puede jugar un papel primordial en este conflicto. Uno de los principales objetivos del Papa es viajar a Moscú y la Santa Sede lleva tiempo en conversaciones discretas con los representantes del patriarca Kirill, que mantiene una fuerte vinculación con el Gobierno de Putin. El Pontífice ha visitado la Embajada rusa, en un gesto muy significativo.

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