China empieza a dar miedo
Pekín puede convertir los circuitos de la dependencia en un vasallaje mundial
En mayo de 2015, la República Popular China presentaba su plan 'Made in China 2025'. Toda una estrategia del Gobierno para transformar el país en ... una superpotencia tecnológica. Tres son sus fines: reducir diferencias con otros países (2025), fortalecer la posición (2035) y liderar en innovación (2045). En paralelo, el plan contemplaba medidas político-sociales como la modernización de las funciones del Estado, la profundización en la libre competencia, la reforma del sector financiero, el desarrollo del capital humano, protección de la propiedad intelectual, nuevas oportunidades para las empresas extranjeras en previsión de los necesarios intercambios de tecnologías, saber hacer y personal cualificado. La evolución del plan no contaba con catalizadores como Trump en la presidencia de Estados Unidos ni con la pandemia por la covid-19. El gigante asiático, olvidando reformas, es, desde hace tiempo, la segunda potencia económica mundial; mira a Occidente con descaro en lo tecnológico y militar; busca legitimar su autocracia y un nuevo orden geoestratégico en el que expandir su modelo de vida. ¿Hay mejor regalo para los cien años del Partido Comunista Chino?
Coincidiendo con la llegada al poder de Joe Biden, asistimos a una autoafirmación narcisista del Gobierno de Xi Jinping congruente con la creencia asumida de haber ganado la carrera por la preponderancia mundial. En 2018, Emmanuel Macron se mostró fríamente lúcido ante las «nuevas rutas de la seda»: constituyen «uno de los conceptos geopolíticos más importantes de los últimos decenios», decía el presidente francés, pero no hay que «ceder a la fascinación inaceptable de una mundialización hegemónica». Hoy, los hechos le dan la razón. China desprecia a EE UU y Europa, abraza a Rusia, pacta con Irán por veinticinco años y juega a la Guerra Fría en los mares del Sudeste asiático. ¡Máximo provecho para este interregno planetario de muertes, confinamientos y vacunaciones!
«Oriente está en fase ascendente y Occidente en la pendiente del declive a expensas de EE UU», habría manifestado Xi Jinping ante la Asamblea popular a principios de marzo, según 'The New York Times'. Los dirigentes chinos están convencidos de que el equilibrio de poder en la escena internacional se inclina ahora en su favor. Para afianzar su supremacía, Pekín desarrolla una diplomacia de la dependencia: generar situaciones que coloquen a muchos de sus aliados bajo tutela económica o tecnológica. Suministradores de equipamientos eléctricos, ferroviarios, marítimos, espaciales, médicos, maquinaria agrícola, de ahorro energético, herramientas de control numérico y robótica, nuevos materiales, China mira al mundo no de igual a igual sino con pretensiones de superioridad. La infiltración financiera completa la tutela tecnológica. China sabe situarse en cuantos países se ahogan con la devolución de sus deudas. Presente en el Sur de Europa durante la crisis del euro en 2009-2010, confronta la política de austeridad de Alemania y los duros europeos. Esto, añadido al peso de la economía china en la de EE UU -siempre recordado por 'The Economist'-- puede convertir los circuitos de la dependencia en un vasallaje mundial.
Pletórica en su transformación, China quiere asegurar el futuro de su expansión política. La satelización económico-tecnológica creada por doquier debe servir para instalar en la ONU y cuantas instituciones sea preciso mayorías favorables al orden del régimen comunista chino. La democracia liberal no es más legítima que la autocracia. La interpretación de los 'valores' inscritos en la Carta de la ONU debe permitir legitimar el modo de gobierno autoritario, especialmente la supresión de la libertad de expresión.
China ejerce 'la diplomacia de los valores': los suyos. Gracias a sus 'socios' económicos y tecnológicos puede impedir el uso del derecho internacional y sus sistemas de libertades para denunciar los atropellos contra poblaciones civiles internas y externas que el país asiático viene cometiendo. Reprimir libremente el interior, renegar de sus compromisos en Hong Kong, amenazar militarmente a Taiwán, apoderarse de los islotes controvertidos en el nar de China o de territorios disputados en el Himalaya y entregarse al espionaje en el ciberespacio, sin que nada de todo esto obstaculice su vuelco supremacista. ¿Era esto «el ascenso en potencia pacífica», proclamado por Zheng Bijian, histórico de la Escuela central del Partido Comunista (PCC)? Ni colonialismo europeo, ni imperialismo estadounidense, ni expansionismo soviético: China se desarrollaría en el respeto absoluto a la soberanía de los demás, nos decían.
China empieza a dar miedo. «El Parlamento y las instituciones de la UE no se dejarán intimidar», ha sentenciado el presidente de la Eurocámara, David Sassoli. Toca probarlo. Demuestren, día a día, a la segunda economía del mundo que las capacidades de las democracias liberales son un modelo de eficacia, libertad y bienestar que una China pseudocomunista no puede encarnar.
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