Una bandera bajo dos miradas
El foco ·
En Estados Unidos la enseña confederada no es sólo un trozo de tela que alude a un pasado cerrado y ahora es símbolo del supremacismo blanco, sino que carga todo el peso del racismo del siglo XX y del XXISe ha escrito mucho estos días -hasta que llegó 'Filomena'- del asalto al Congreso de Estados Unidos el 6 de enero. Los análisis más lúcidos ... señalan por una parte el papel fundamental de Donald Trump y su Administración para que se produjeran estos hechos y, por otra, la connivencia durante los últimos años de buena parte del estamento político republicano (con representantes no sólo en el Gobierno, sino en todas las instituciones de poder), de parte de las fuerzas de seguridad del Estado y de algunos medios de comunicación (sobre todo, televisivos) en atacar y debilitar el Estado de Derecho. Desde este lado del Atlántico tomamos nota y señalamos, una vez más, los peligros de blanquear a líderes de la extrema derecha que aprovechan las instituciones democráticas para entrar en ellas, debilitarlas, incluso destruirlas. También aquí a algunos se les cae la careta y confunden un asalto violento que intenta frenar un proceso democrático (a eso se le suele llamar golpe de Estado, como lo fue el 23-F) con una manifestación o protesta dentro de los parámetros democráticos que marca la Constitución española en su artículo 21.
Pero en realidad de lo que yo les quería hablar es de una imagen que no he podido olvidar desde ese 6 de enero. Hace ya cinco años que hice las maletas y que puse punto final a casi dos décadas de vida en Estados Unidos y, pese a que me parece que todo aquello forma parte de otra vida, eventos como el asalto violento al Congreso no me dejan indiferente y me obligan a recordar algunas de las lecciones sobre la sociedad e instituciones estadounidenses que fui aprendiendo con los años. Esa tarde del 6 de enero, día en el que esperaba que se ratificara la elección de Joe Biden como presidente de Estados Unidos, empezaron a llegar fotografías y vídeos de los asaltantes al Capitolio, de esa tropa extraña y carnavalesca sobre la que se han hecho innumerables bromas. Detrás de esa imagen que nos resulta estrambótica hay un mundo siniestro alimentado por el odio y con objetivos violentos. Entre todas las fotografías hubo una que me llamó poderosamente la atención y que me sumió en un desasosiego profundo. En ella un hombre blanco, de unos cincuenta años, se pasea tranquilo con una gran bandera confederada, su asta apoyada en el hombro, por una de las salas del Congreso. Parece un turista que, en vez de mochila, carga despreocupadamente una bandera. La bandera confederada fue ideada durante la Guerra Civil estadounidense por el bando sureño y se convirtió, ya en el siglo XX, en el símbolo del supremacismo blanco. De hecho, en una encuesta gubernamental reciente se llegaba a la conclusión de que para la mayoría de los estadounidenses la bandera confederada representa el racismo. Se me encogió el estómago al ver ese símbolo de opresión y odio denigrante paseado sin pudor, con tranquilidad, como si la bandera confederada tuviera todo el derecho de estar ahí; como si el Congreso fuera, para quien la portaba, su lugar natural. Y lo peor es pensar que igual para ese hombre sí lo era; al fin y al cabo, la bandera confederada ha ondeado libre en los mítines de Trump y él ha defendido durante sus cuatro años de gobierno los principios del supremacismo blanco. Para ese hombre que porta tranquilo la bandera confederada Trump sigue siendo su presidente legítimo e, igual que él está en la Casa Blanca, la confederada puede estar en el Capitolio. La lógica perversa a veces puede ser así de simple.
Desde este lado del Atlántico tomamos nota y señalamos los peligros de blanquear a la extrema derecha
El valor de lo simbólico en esta fotografía no acaba ahí. A la derecha del hombre se ve un retrato de Charles Sumner, senador de Massachusetts, un abolicionista comprometido con el fin de la esclavitud. A la izquierda del hombre de la bandera está el retrato de John C. Calhoun, esclavista de Carolina del Sur y el séptimo vicepresidente de Estados Unidos, un defensor a ultranza de la esclavitud. Aunque murió diez años antes de que comenzara la guerra, sus ideas racistas y su teoría política secesionista fueron fundamentales durante el conflicto civil y su legado político se ha mantenido vivo hasta hoy. Muchas calles en estados sureños llevan su nombre, también hay estatuas en su honor en espacios públicos, aunque una de ellas, en Charleston, fue retirada por las autoridades el pasado mayo, tras el asesinato de George Floyd. La presencia de la bandera confederada el 6 de enero de 2021 en la sala del Congreso muestra que el legado de Calhoun no sólo sigue vivo, sino que está integrado, casi me atrevería a decir naturalmente, en una parte considerable de la población estadounidense.
Viví en un Estado sureño mis seis primeros años de los casi veinte que pasé en EE UU, mientras hacía un doctorado en literatura en la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, una de las universidades públicas más grandes y antiguas del país, fundada en 1798 y en cuya construcción y desarrollo participaron las grandes fortunas esclavistas del momento, tanto con donaciones como aportando mano de obra esclava. Ese legado era evidente dentro de la universidad. Los apellidos de familias esclavistas ilustres ocupaban, y algunos continúan ocupando, el frontispicio de la mayoría de los edificios antiguos. En la entrada del campus daba la bienvenida la estatua de «Silent Sam», erigida en 1931 como tributo a los soldados que murieron luchando por la Confederación. Varias asociaciones de estudiantes pidieron durante años que se retirara esa estatua por ser un símbolo esclavista y porque remitía asimismo a los años de la segregación, la opresión y los linchamientos. En el sur, el racismo tiene una continuidad histórica ineludible. Ante la falta de acción de la universidad, en 2018 un grupo de estudiantes y activistas antirracistas la derribó.
Detrás de esa imagen que nos resulta estrambótica hay un mundo siniestro alimentado por el odio
El símbolo lo es porque tiene un contexto y un significado, una historia y un presente. En Estados Unidos, la bandera confederada no es sólo un trozo de tela que alude a un pasado histórico cerrado, sino que carga todo el peso del racismo del siglo XX y del siglo XXI. Cualquiera que la exhibe sabe lo que está defendiendo. Durante esos años de vida en el sur la vi en los porches de las casas de barrios pobres y blancos, en algún bar de carretera, ondeando o como pegatina en coches y 'pick ups', tatuada en algún brazo blanco, en camisetas de gente a la que no me atrevía a mirar a la cara, por si acaso. Nunca pensé que la vería pasear tranquila por las salas del Congreso, bajo la mirada escandalizada de Charles Sumner y la otra, opuesta y triunfante, de John C. Calhoun.
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