No tocar
Cuando un verbo respetable se aliaba con los pronombres adquiría significados tórridos, vergonzantes, peligrosos
«Me toco, padre Antonio», me escuché decir, protegido por la penumbra del confesionario. Recuerdo la insólita condescendencia y normalidad con que me miró aquel ... sacerdote. Téngase en cuenta que yo estaba convencido de haber cometido un delito gravísimo para el que posiblemente no cabía penitencia. Téngase en cuenta que, siempre que había pasado por esa tesitura, se me había augurado el infierno. Téngase en cuenta que el padre Abilio me pedía siempre detalles, de obra y de pensamiento, sobre la comisión de aquel ominoso pecado. Téngase en cuenta, sobre todo, que buena parte de aquel mundo era innombrable e inamovible; intocable.
Mis padres habían tenido a bien confiar mi formación a un colegio religioso. Así, los que en mi adolescencia me enseñaron Latín, Geografía o Matemáticas fueron, en algunos casos, hombres de rigurosa sotana y de gesto severo. Tanto ellos como nosotros sufrimos una educación encorsetada que, como dice el pedagogo Rodríguez Ojaos, «en lugar de huellas, dejaba cicatrices».
La única manera de 'tocar', o 'retocar' al menos, de subvertir aquella realidad, era renombrándola. Aquellos profesores a los que -«¿Da usted su permiso, don Bruno? No volverá a ocurrir, don Claudio»- nos dirigíamos con servil reverencia eran, en los conciliábulos de los recreos y en las puertas de los baños, objeto de escarnio: a sus espaldas les llamábamos 'el Gotelé', 'el Simca' o 'el Kiwi'; esa era nuestra forma de vengar tanto tedio, de responder a la cicatería con que se nos administraban en aquel lugar el Colacao, los minutos de ducha y el afecto.
Con don Antonio todo fue diferente: nadie habría imaginado que aquel tipo en vaqueros era un miembro más de aquella orden religiosa. Desde el primer día nos pidió que lo tuteáramos y no tardó en ganarse nuestra confianza: era un treintañero con aire desenfadado y pelo largo que tarareaba canciones de Roberto Carlos y explicaba el gótico con diapositivas. Le escuchábamos -poneos en el lugar de los aztecas- fascinados rehacer la Historia y canturrear 'Lady Laura' por los pasillos. Don Antonio nos -ya salió la dichosa palabra- trastocó.
Por eso fue una verdadera lástima que aquella tarde de mayo hiciera aquel calor sofocante y que estuviéramos tan alterados; que a 'Toni' se le acabara por fin la paciencia y diera aquel aciago golpe en la mesa con la intención de controlar una clase que se le iba de las manos.
«A partir de mañana haré que esto funcione como un cuartel», gritó. «¡Y de ahora en adelante me llamaréis con don!», dijo, con el dedo índice levantado, temblándole de ira.
Don Antonio -'el Condón'- fue un maestro inolvidable…
Les cuento todo esto porque hoy, en un cambio de clase, me he enterado del original alias de un compañero del centro y se me ha escapado una sonrisa: esos seudónimos que nos vamos ganando como docentes demuestran una genialidad que pasamos por alto. Nos nombran con ingenio, con propiedad y hacen al receptor, a veces durante generaciones, cómplice inconsciente de ese apelativo. Lengua en estado puro. Son, además, un síntoma tangible -otra vez el verbo de marras- del grado de confianza o respeto que les merecemos sus educadores; víctimas también, cuando el apodo roza el insulto, de acoso escolar.
Hay al respecto un excelente post de Santos Guerra -'Los motes del profesorado'- en su bitácora 'El Adarve'. También '¿Sabes cómo te llaman tus alumnos y (sobre todo) por qué?' lo hemos abordado en 'Tres Tizas'.
No sé -seguro que a lo largo de estos treinta y ocho años me he ganado más de uno- con qué apelativo se referirán a mí los míos cuando no estoy presente; solo espero que ese seudónimo sea ingenioso y fruto de la cercanía que procuro transmitirles.
«A veces me toco, padre Antonio», recuerdo que insistí, en la confianza de que aquel joven cura entendiera lo que estaba viviendo a mis catorce años; el miedo, el deseo, la incertidumbre que llevaba dentro. 'Tocar' era un verbo muy respetable pero, en cuanto se aliaba con los pronombres, adquiría significados inesperados, tórridos, vergonzantes, peligrosos: 'tocarte, tocarme, tocarnos; ¡ni lo toques…!'. Se convertía en un sátiro, en un delincuente…
Nada ha cambiado demasiado desde aquella tarde de hace medio siglo: la realidad sigue siendo -«genocidio»- innombrable y tocar, ahora que casi todo es virtual o está digitalizado, se ha puesto imposible. «Nos jugamos mucho en lo que tocan nuestras manos: abrir libros, sembrar la tierra, escribir con bolígrafo, encender la lumbre. La pantalla es imitación de todo, pero no es nada. Este desolador espejismo nos desliga de la realidad. Recuperar nuestras manos es recuperar el mundo», asegura desde su web 'El vuelo de la lechuza' el orientador de Bachillerato Carlos J. González.
Recuerdo la inesperada empatía, la tranquilidad que me transmitió Antonio, don Antonio; 'el Condón'.
Y que era jueves. Es curiosa la memoria.
En fin.
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