Ami madre la han vaciado», me dijo Velarde, bajando ligeramente la voz, mientras nos columpiábamos el uno al lado del otro. Recuerdo como si fuera ... hoy mismo la tarde de octubre en que Germán me hizo aquella confidencia que me acabó desordenando la infancia y nos unió para siempre. Velarde y yo vivíamos puerta con puerta y desde aquel momento yo empecé a mirar a doña Carmen como si no la hubiera visto nunca: aparentemente no había experimentado ningún cambio pero, al contrario que el resto del vecindario, doña Carmen estaba vacía por dentro; como un armario.
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En su momento me pareció terrible porque no es que estuviera vacía sino que -lo dejaba muy claro el participio- alguien la había eviscerado. Lo más increíble de todo era que, a pesar de esa operación tan traumática, la madre de Velarde continuara haciendo una vida completamente normal.
¿Habría también hombres vaciados? Se lo planteé a Velarde en la clase de Sociales mientras Goitia recitaba -cantaba quizá- el Miño, que nacía en Fuente Miña, provincia de Lugo. Velarde me dijo que no; que a su padre no le faltaba nada por dentro ni por fuera; que menuda chorrada, que a los hombres no se les -quizá 'los'- vaciaba. Percibía, además, una violencia soterrada en 'vaciar' que me quebraba la garganta.
Durante aquel tiempo abracé a mi madre mucho más que de costumbre; mantenía unos segundos mi cabeza pegada a ella, intentando encontrar -quizá descartar- cualquier indicio de que no estaba hueca.
El Velarde que está ingresado en la planta de neurología sigue teniendo algo de aquel niño. Su hija me dice -quizá me advierte- de que el ictus ha sido leve pero que le ha provocado afasia. «Ya estamos recuperando el habla», me asegura, mirándole y haciendo causa común con su padre. El verbo 'recuperar' esconde entre sus sílabas mucha ansiedad.
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Velarde me responde con gestos o tecleando -«jodido»- palabras sueltas sobre una táblet con una torpeza conmovedora. A ese momento le debemos estas líneas:
Resulta difícil encontrar ya a alguien que además de la voz no se sirva de otros recursos para hacerse entender, para ilustrar su mensaje: las imágenes que atesoramos en el móvil, un enlace, un archivo de audio, un vídeo, un emoji… Además, ya no necesitamos verbalizar: todo se puede pedir por la web o a través de una aplicación; el navegador nos priva de la suerte de perdernos y preguntar… Y eso en el día a día. Yendo más allá, plantear una conferencia al uso resulta hoy por hoy inimaginable. El ponente invitado a la casa de cultura, al salón de actos, se asegura antes de nada, como quien busca un salvavidas o un extintor, de que en la sala haya, al menos, un proyector y conexión a internet. En los centros educativos emociona hasta las lágrimas encontrar algún aula sin pizarra digital y con restos de tiza; las exposiciones del alumnado y del profesorado, a través de herramientas TIC tan potentes como Genially, Emaze, Mentimeter o Kahoot (el fondo de armario es inagotable) se valen por sí mismas: solo se escuchan las frases imprescindibles para conectar la sucesión de diapositivas animadas, cargadas de enlaces. Sí, en el ámbito docente y formativo en general hace tiempo que sobran las palabras.
Sobre esa dicotomía y la forma de abordarla con cierta sensatez reflexionan en 'La competencia digital en el área de Lengua' autores como Eduardo Larequi, Felipe Zayas y Tíscar Lara. Y es que deberíamos darle una vuelta a las pantallas porque -queramos verlo o no- en cuanto toca describir, exponer, narrar, argumentar, defender un punto de vista, a nuestros alumnos -quizá también a nosotros- les tiemblan la voz y el boli.
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En webs como 'Educación 3.0' se les llama ya la «generación muda»: «El 81% de los jóvenes siente ansiedad antes de reunir el valor suficiente para hacer una llamada. Los millennials prefieren el uso de aplicaciones asíncronas porque les resulta más cómodo y menos intrusivo». Corremos el peligro de que salgan de la escuela con un perfil digital hipertrofiado y, sin embargo, con unas habilidades orales cada vez más precarias; incapaces de hablar 'a capela' y, lo que es peor, sin la voluntad de hacerlo.
Buena parte de nuestro bienestar emocional depende de nuestra destreza para verbalizar lo que pensamos, lo que sentimos. Como todas las demás habilidades, solo se desarrolla trabajándola: hay que encontrar, buscar momentos en clase -quizás en la vida- para hablar, con perdón, 'a pelo'. 'A pelo' es, según el diccionario, un tipo -«desnudo»-, desvergonzado y, sobre todo, temerario -«dícese de aquello que se hace sin protección, ayuda o defensa de ningún tipo»-. Sin cursor, sin Google, sin Prezi, sin pantallas… Puede darnos un poco de vértigo pero hablar sin red, recuperar el habla, puede ser toda una aventura educativa.
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-«A mi madre la han vaciado», me soltó -me confió quizá- Velarde aquella tarde de otoño. Sí, me dejó mudo.
En fin.
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