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Solo ama de verdad una lengua quien es capaz de amarlas todas», nos recordaba recientemente Irene Vallejo. No puedo estar más de acuerdo. Cada lengua ... es una puerta a un nuevo mundo infinito. Quienes hemos tenido la fortuna de hablar dos lenguas desde nuestra más tierna infancia sabemos que, a pesar de lo que se empeñan en decir los diccionarios, en la traducción de cada palabra se pierden mil matices. Por eso, porque en esa infinidad de matices se esconden otras tantas perspectivas diferentes para ver el mundo desde otros ángulos, me cuesta creer que haya quienes prefieran castrarse y conformarse con las oportunidades que les brinda una sola lengua. Y, lo que es peor, no soy capaz de comprender que haya gente que pretenda castrarnos a todos los demás y condenarnos a la uniformidad lingüística y cultural.
Para amar la diversidad lingüística es preciso amar la libertad. Amar y defender el derecho a usar las diferentes lenguas según nuestro antojo, dependiendo exclusivamente de la perspectiva con la que queramos mirar, en cada momento, al mundo que nos rodea. Por eso, históricamente, quienes se han empeñado en imponer una lengua sobre otra, lo que realmente pretendían era imponer una forma de ver el mundo frente a todas las demás. Forzarnos a creer que solo hay una, única y verdadera forma de ver las cosas. Todas las demás pasarían a ser una distorsión no aceptable de la realidad que se nos pretende imponer.
Y es que, como me advertía hace poco mi paisano y amigo Iván Igartua, catedrático de Lingüística en nuestra Universidad, la pública, hay una gran diferencia entre quienes defienden el plurilingüismo y quienes, más o menos veladamente, defienden un monolingüismo de sustitución. Es decir, entre quienes defienden, defendemos, el derecho a poder usar la lengua que cada cual decida como más conveniente en cada momento, y quienes defienden la imposición de una lengua, sea cual fuere, frente a todas las demás.
Por eso me resulta curioso escuchar a la señora Aizpurua reivindicar en el Congreso de los Diputados que en Euskal Herria queremos vivir en euskera. A veces los eslóganes, a fuerza de repetirlos, terminan convirtiéndose en una especie de mantra acrítico y poco meditado. Ya nos advertía Klemperer al respecto, «las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico». De tanto repetir este tipo de eslóganes, corremos el riesgo de terminar por creérnoslos.
Siento llevar la contraria a la portavoz de EH Bildu en Madrid, pero lo que yo realmente quiero es que en mi tierra cada cual tenga el derecho y la libertad de hablar la lengua que le venga en gana en cada momento. Sin que nadie, desde su nacionalismo de turno, le intente obligar a escoger entre una u otra. No entiendo que quienes llevan décadas quejándose, quizá al borde de la sobreactuación, de la imposición monolingüe a la que fue sometida esta tierra durante los crudos años de la dictadura franquista ahora reivindiquen de nuevo el monolingüismo, en esta ocasión por sustitución. Flaco, muy flaco favor le estaríamos haciendo al euskera si centrásemos el debate en qué lengua tenemos que hablar los vascos y las vascas. No podemos caer en el dilema infantiloide de tener que decidir si queremos más a mamá o a papá. Al menos, esa es mi opinión.
Nuestra sociedad es multicultural, diversa, repleta de infinitos matices. Y, por ello, necesita ser plurilingüe. Comprender esta cuestión puede ser fundamental para evitar caer en la tentación de creer que nuestras calles son «estercoleros multiculturales», como insisten, desde el más profundo garrulismo patriotero, los defensores de 'una, grande y libre'. Tengamos mucho cuidado con nuestros discursos. Decirlos en euskera no los hace menos peligrosos.
Defendamos el plurilingüismo como garantía de una multiculturalidad que enriquece constantemente nuestra sociedad. Defendamos la libertad lingüística como un pilar más en la construcción de la ciudadanía. Y defendamos la ciudadanía como elemento fundamental para la construcción del republicanismo cívico que, al menos yo, anhelo para esta sociedad. Una ciudadanía en la que no importa el credo, la lengua en la que te expreses, las ideas que defiendas o la raza a la que pertenezcas. Nada de eso ha de importar para ser ciudadano o ciudadana. Solo el respeto a las normas básicas que nos hemos impuesto para la convivencia.
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