Una resolución que podría ser una oportunidad
Me temo que la mayor parte de nosotros, seamos juristas o no, interpretaremos la sentencia del 'caso Junqueras' dejándonos arrastrar por eso que se da ... en llamar sesgo de confirmación, es decir, ese sutil y protector prejuicio que nos anima a entender lo que nos llega, sea lo que sea, como una confirmación de nuestras convicciones previas. No diré que puedo yo eludir mis propios sesgos cognitivos, pero sí haré un esfuerzo por reconocer de entrada mis prejuicios y mis intenciones: quiero interpretar lo sucedido, primero, en clave europeísta, de defensa de las competencias y valores europeos; por otro lado, segundo, buscaré las posibilidades de entendimiento que la sentencia pudiera facilitar en la actual coyuntura política española, si las hubiera, por muy improbable que esto sea. Tercero y último, mi formación y profesión me obligan a ser muy respetuoso con el Derecho y con las garantías y derechos individuales, sin los cuales ni hay democracia ni libertad que proteger.
La sentencia (prejudicial) es impecable tanto desde el punto de vista de la competencia del Tribunal para entender del asunto, como en su interpretación sobre la aplicación al caso concreto del Derecho primario de la Unión, es decir, de los Tratados y de la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE. Sabemos desde ayer que el Derecho de la Unión reconoce la condición de europarlamentario «desde el momento de la proclamación de los resultados», y que ello le confiere ciertas inmunidades de desplazamiento que sólo al propio Parlamento Europeo correspondería suspender.
Hay a quien le indigna que un Tribunal «externo» pueda decidir sobre aspectos tan sensibles políticamente y asociados a la soberanía del Estado. Pero lo cierto es que el procedimiento seguido es el que establece nuestro Derecho, con una consulta prejudicial iniciada por el Tribunal Supremo basándose en normas y procedimientos tan constitucionales como el que más. No estamos ante un cuestionamiento de la soberanía española, sino ante un ejercicio normalizado de la misma. Los estados miembros, nos lo dijo el Tribunal de Justicia hace ya más de 50 años, «han limitado su soberanía (en favor de) un nuevo ordenamiento jurídico cuyos sujetos son también los nacionales». No hay nada ajeno a nuestro ordenamiento en el funcionamiento de este sistema que amplía nuestros derechos, libertades y capacidades. Simplemente debemos entender que en nuestro mundo las soberanías se distribuyen de forma compleja. No hay tal cosa como una soberanía absoluta y residente en un único referente político, sino soberanías múltiples, compartidas, simultáneas e interrelacionadas. Y esto, lejos de resultar un problema, es una bendición que debería ayudarnos a entender y gestionar mejor nuestros conflictos nacionales.
En lo político, la sentencia podría abrir un nuevo tiempo, sea para bien o para mal. Algunos reaccionan molestos, con regusto a aislacionismo, a papanatismo de la diferencia, a victimismo de una Europa que no nos entiende y no nos respeta. Esta reacción nos empequeñece. La derecha española, sin mucho margen de actuación tras haberse dejado atrapar en los pegajosos brazos de los ultras, apunta a lo que parece una respuesta con ecos de Plaza de Oriente («...llamaremos a una gran movilización nacional contra este ataque a nuestra soberanía»).
Otro camino se podría abrir si entendemos esta resolución como una oportunidad. Forzada, pero oportunidad. Fue un error la vía unilateral y sus responsables deben asumir las consecuencias, incluso penales, de ello. Pero también fue un error cerrar las vías políticas y confiarlo todo en manos de la administración de justicia, judicializar lo que era un fantástico desafío político. Ambas partes deben desandar mucho de lo andado para apostar por el entendimiento y el arreglo. No se trata de claudicar, se trata de hacer política inteligente para resolver problemas o, al menos, no agravarlos. Debemos aceptar los límites y trampas de judicialización de los retos políticos. Lo cual no implica ignorar que los graves errores de la vía unilateral tienen consecuencias políticas y penales, cosa que esta sentencia no niega.
Yo escribí en estas mismas páginas, antes de las elecciones, con muy consciente ingenuidad que «si los resultados electorales permiten la participación corresponsable de un partido nacionalista catalán en la gobernabilidad de España, pongamos ERC, eso no puede ser entendido como un problema, sino como una buena práctica de un Estado complejo con acuerdos de mutua lealtad. Esos acuerdos sólo serán posibles con una solución relativamente rápida de las consecuencias de la sentencia del 'procés', lo que ni de lejos debe entenderse como una debilidad del Estado de Derecho».
No me parece que la cita esté fuera de lugar ahora que Europa nos obliga a modular una respuesta mejor. No es imposible entender que esta nueva sentencia abre una ventana de oportunidad si, déjeme volver a ser ingenuo, en Madrid y en Barcelona se entendiera que diálogo no es rendición, que acuerdo no es traición, que transacción no es claudicación. No hablo de un acuerdo que resuelva el problema, mi ingenuidad no es tan infinita, pero sí de unos compromisos mínimos, con gestos mutuos, que permitan iniciar un tiempo de cierta distensión que a medio plazo haga posible retomar algunos asuntos cometiendo, por ambas partes, menos errores. Eso significaría que aprendemos.
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