Razón democrática y educación sentimental
Hay que hacer una política inteligente para desactivar las mentiras con que se moviliza a la gente, reconducir las emociones y no cometer errores que favorezcan a los que explotan el victimismo
Propongo tomar una cierta distancia para comprender mejor la grave convulsión política y constitucional que atraviesa España. Lo que sucede en Cataluña es inexplicable sin ... la crisis que afecta a los sistemas democráticos en toda Europa. El otro día, en una magnífica conferencia, el exministro Margallo recordaba que el ‘Brexit’ respondía a un movimiento de masas que sobrepasó a los tres grandes partidos británicos que eran partidarios de la permanencia en la UE; que en Italia es perfectamente posible un gobierno de la Liga (que se ha desprendido de su localismo y se ha convertido en un partido con un programa xenófobo para el conjunto de Italia) con el movimiento Cinco Estrellas; que en Holanda un partido xenófobo ha alcanzado el 20% de los votos; que en la primera vuelta de las presidenciales francesas los antieuropeístas de izquerda y de derechas obtuvieron el 45% de los votos. Asistimos a un ataque frontal contra la democracia representativa y no a un mero deseo de reformarla. Utopías sedicentemente izquierdistas, nacionalismos y repliegues xenófobos de ultraderecha coinciden en cuestionar las bases de la democracia tal como se instauró en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. No es ninguna casualidad que el dirigente del partido ultraderechista y xenófobo de Reino Unido haya levantado su voz en el Parlamento europeo para defender el soberanismo catalán y denunciar la falta de democracia en España. Lo que hoy sucede en Cataluña viene precedido por una larga cadena de despropósitos tanto de las autoridades catalanas como del Gobierno central. Pero no cabe ninguna equidistancia después de lo sucedido en el Parlament el 6 y 7 de septiembre con la aprobación de la ley del referéndum y de la desconexión. Fue una ruptura de la legalidad constitucional y estatutaria realizada de forma consciente y marrullera. Se dio un paso que no estaba en ningún programa electoral. Era el intento de un golpe de estado. Se fragmentó la sociedad catalana. Todo esto se veía venir y el Gobierno de Rajoy tenía que haber intervenido mucho antes. A estas alturas, después del 1-O, invocar el diálogo es desgastar una noble palabra mientras no se diga entre quienes y para qué. No se puede pedir diálogo y, al tiempo, afirmar que no se está dispuesto a cambiar un milímetro el plan secesionista previsto. El diálogo con un mediador internacional es conceder al Govern catalán, insumiso y que ha cometido un grave delito, la misma representación y legitimidad que al Gobierno democrático español. La crisis es muy grave y podría ser útil otra cosa: las gestiones discretas de personas con prestigio y ascendencia moral.
El soberanismo catalán lleva años gestando su estrategia y ha considerado que los tiempos estaban maduros para la gran ofensiva final que consiste en poner a la legalidad democrática contra las cuerdas por medio de una gran movilización de los sectores soberanistas, bien organizados, atizando emociones y sentimientos, usando eslóganes sencillos («España nos roba», «Cataluña, la Dinamarca del Mediterráneo»). En esta dinámica el Govern y el Parlament juegan un papel secundario y autodeslegitimador porque se fundan en la Constitución y el Estatuto. Artur Mas planteó unas elecciones en plan plesbicitario y perdió. La movilización popular quedó en manos, como sucede casi siempre, de los más radicales y de unos organismos populares que no tienen ninguna legitimidad democrática, y son ellos quienes marcan el paso a una Generalitat, a cuyo frente han puesto un personaje de poco peso cultural y político, pero dispuesto a inmolarse. La guinda ha sido el reféndum, una farsa clamorosa que ha desprestigiado internacionalmente la estrategia del soberanismo catalán, pero que también ha perjudicado la imagen de España por la combinación de errores del Gobierno en la represión y en la habilidad del independentismo para proyectar una imagen victimista. Muchos sentimos ese día una gran tristeza, más profunda en la medida en que veíamos la alegría de los instigadores del proceso y la exaltación emocional que se produjo.
El mensaje del Rey fue firme y contundente. Quiero pensar que estaba consensuado con los partidos constitucionalisas, porque se jugó la corona. Se centró en el punto clave, en el atropello flagrante de la legalidad democrática sin ningún tipo de concesión retórica. Es tan grave e intolerable el origen inmediato de la crisis que debe quedar bien claro. No caben equidistancias. Los errores y contenciosos previos no justifican en absoluto el golpe de estado del 6 y 7 de septiembre. Pero quizá lo más grave es que no se respeta la pluralidad de la sociedad catalana. Quien no está de acuerdo con el ‘tsunami’ independentista queda marginado, estigmatizado o silenciado. Una soberanía que se persigue con esos medios desembocaría en un estado excluyente y no democrático. Los nacionalismos tienden a no ser democráticos porque suelen aspirar a troquelar de una forma determinada a la sociedad sobre la que actúan. La era de la posverdad y de la posmodernidad desconfía de la razón universalizable, que hace posible la convivencia entre diferentes, y da el mismo valor a todas las opiniones y da rienda suelta a la sentimientos y emociones, que se presentan como adhesiones absolutas e indiscutibles. Pero es una tremenda falacia. Los sentimientos tienen que ser educados. El sentimiento religioso si no es educado y civilizado puede ser una fuente atroz de fanatismo. Lo mismo podemos decir del sentimiento nacional e, incluso, del amoroso. Hoy urge educar los sentimientos de la vida pública para hacerlos compatibles, integradores y razonables. Esta es una tarea vital en España y en Cataluña. Un movimiento impresionante de masas puede acabar en una gran tragedia y en una tremenda frustración. He dejado bien claro que hay que resistir y no ceder en la defensa de la legalidad democrática, que puede evolucionar y transformarse, pero hay que tener también una política inteligente para desactivar las mentiras con que se moviliza a tanta gente, reconducir las emociones y no cometer errores que favorezca a quienes son expertos en explotar el victimismo.
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