Poder judicial y bilateralidad
El nacionalismo exige que el Gobierno solo haga política, sin judicializarla, y pretende reducir el poder judicial a un mero apéndice de la Fiscalía General del Estado, o sea, del Ejecutivo
Lo que faltaba para acabar de liarlo todo un poco más es que nada menos que el magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena interfiera en ... el funcionamiento del Parlament con una intromisión en su reglamento cuando menos cuestionable. De hecho, a cualquier profano en estos asuntos se le podría ocurrir ahora preguntarse: ¿y si se permite votar por delegación a los presos, por qué no también a los fugados? Como la confusión entre la política y la justicia en el contencioso catalán está alcanzando una dimensión desconocida, convendría cuanto antes despejar las dos variables que, a mi juicio, están aquí en juego: por un lado el poder judicial, erigido por la vía de los hechos en parapeto principal contra el secesionismo; y, por otro, la bilateralidad, que es la aspiración máxima de nuestros nacionalismos. Despejadas ambas, pienso que podrá discutirse mucho mejor si Llarena hace bien o mal.
Tengamos en cuenta lo que son las tradiciones políticas liberal y nacionalista, y cómo esta última se integró en aquella cuando sus principios y métodos -los liberales me refiero- estaban ya sólidamente instalados como cuerpo del Estado. Si la teoría política liberal marca una ideología -fundada en el individuo y sus derechos y en la adopción de acuerdos por mayorías- y un sistema, cuyos tres pilares son el juego de partidos, la opinión pública libre y la división de poderes, tenemos que el nacionalismo, cuando se integró en el sistema liberal, lo hizo como cualquier otro partido político, sin que el resto de la estructura del Estado se afectara en lo más mínimo.
Desde esta perspectiva, la pretensión de bilateralidad, con la que el nacionalismo pretende equiparar una nación vasca o catalana con una nación española, adolece en la práctica política de una enorme asimetría. Esto se ve muy bien si nos fijamos en los tres ámbitos de la división de poderes. El único con el que el nacionalismo alcanza cierto parangón es el Ejecutivo: ahí están la simbología y solemnidad con las que se dota la Lehendakaritza o el Govern. El Legislativo, en cambio, cuando intenta la bilateralidad, produce delirios como las infaustas sesiones del 6 y 7 de septiembre en el Parlament de Cataluña. Pero donde la cosa se pone ya imposible es con el poder judicial.
El nacionalismo, para obviar ese escollo, recurre a dos estrategias. Una es la de exigir que el Gobierno del Estado dialogue, que solo haga política, que no la judicialice. Y en este punto, ante una flagrante violación de los principios constitucionales -como la que hemos vivido cuando una autonomía ha querido actuar como si tuviera soberanía propia- no solo los nacionalistas sino muchos otros agentes políticos piden que el Gobierno no recurra al poder judicial: todos insisten en que lo que hay que hacer es dialogar: nada de procedimientos judiciales. La otra estrategia es la de reducir el poder judicial a mero apéndice de la Fiscalía General del Estado, o sea, del Gobierno, como si este fuera el que moviera los hilos de todo el engranaje judicial, convirtiendo así, desde esa lógica, al Tribunal Supremo en órgano subalterno y dependiente del Ejecutivo. De este modo se demanda, por parte del nacionalismo, que las decisiones judiciales que entorpecen sus objetivos -como ahora vemos en Cataluña con los encarcelados y huidos- se anulen por decreto del Gobierno o por presión directa sobre el fiscal general. Y así es cómo se ignora o se pretende ignorar que en todos los Estados de Derecho el fiscal general o Ministerio Público aparece encajado de un modo u otro, con variantes según las tradiciones institucionales, en su arquitectura jurídico-política. En Francia, en Estados Unidos y en Alemania, por ejemplo, el fiscal general también está integrado en el poder ejecutivo y a nadie se le ocurriría decir que estos países, por eso, son menos democráticos que otros, como Brasil, Perú, Chile o Guatemala, donde la Fiscalía, en principio, se desenvuelve con más autonomía.
El poder judicial conforma algo así como el esqueleto institucional del Estado de Derecho, lo que lo cohesiona y da cuerpo. De ahí la necesidad teórica y práctica de esquivarlo por parte de nuestros nacionalismos, los cuales ven en ese poder judicial el hándicap insuperable para culminar sus pretensiones de bilateralidad. Y además es que está fuera de cualquier previsión reformadora que la estructura jerarquizada y piramidal del poder judicial cambie su disposición. Que los Tribunales Superiores de Justicia de algunas comunidades autónomas trataran bilateralmente con el Supremo, pongamos por caso, constituiría la realización de una de las máximas ensoñaciones nacionalistas.
Hoy, cuando vemos todavía cómo muchos atribuyen a una suerte de Carlismo atávico lo que está pasando en Cataluña, no resulta improcedente recordar a Arístides de Artiñano, personaje clave del Carlismo, que falleció en 1911 sin haberse convertido nunca al nacionalismo, lo que demuestra la distancia insalvable entre ambas ideologías. Artiñano, en su principal obra, ‘El Señorío de Bizcaya histórico y foral’, publicada -y no es casual- en Barcelona en 1885, desmonta así cualquier pretensión de bilateralidad: «el más eminente de los atributos que resplandecen en la soberanía es la justicia, que los legisladores colocan como la primera jurisdicción del Monarca y de la que nunca debe desprenderse, porque su abandono implicaría la renuncia a la más hermosa de las cualidades de su dignidad».
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