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Pocos sucesos han marcado la historia del mundo como la Segunda Guerra Mundial. La contienda más extendida, la más destructiva, la más tecnológica y la ... más cruel germinó, una vez más, de la estupidez y de los intereses bastardos del ser humano. Claro que, hecho el mal, lo que es indudable es la influencia que tuvo en la configuración del mundo actual. Desde la modificación de las fronteras y áreas de influencia hasta el desarrollo tecnológico, pasando por la nueva perspectiva a la hora de entender la política, la economía y las relaciones internacionales y por el cambio de los valores sociales, los límites de la violencia, las prioridades y la visión del mundo.
Las sociedades actuales están impregnadas de dicho conflicto bélico, ya que sin el mismo no podríamos explicar ni la Carta ni el Estatuto de la Corte Internacional de Justicia de las Naciones Unidas (26 de junio de 1945), ni la hegemonía de EE UU, ni la Guerra Fría, ni la posterior caída de los regímenes comunistas en Europa del Este, ni el auge de la democracia y los derechos humanos en Occidente, ni la creación del Estado de Bienestar... En el 75 aniversario de la finalización de la citada contienda, puede que no esté de más evocar algunos aspectos y hechos vinculados con ella. Podríamos hablar de Stalingrado, de la batalla de Kursk, de Rommel y el norte de África, de las playas de Normandía y el Día D, de la liberación de París, de los campos de exterminio, de los bosques de las Ardenas, del banquete en Yalta, de Berlín y el ocaso de los dioses arios, pero en esta ocasión recordaremos la batalla de Okinawa (Operacíón Iceberg) y el 75 aniversario de su finalización el 21 de junio de 1945.
A la par que el mundo celebraba la derrota nazi y el fin de la contienda en Europa, en el Pacífico continuaba la guerra con un enemigo, Japón, que no contemplaba la posibilidad de rendirse y que luchó encarnizadamente por cada uno de los atolones y pequeñas islas que actuaban de barrera contra el ejército estadounidense. Tras las sorprendentes ofensivas de 1944, las derrotas del ejército imperial se sucedieron una tras otra. Así ocurrió en la batalla del mar de Filipinas, en la de Manila, en el permanente bombardeo de las ciudades japonesas que ya estaban al alcance de las fortalezas volantes estadounidenses, en la costosas conquistas de Iwo Jima y Okinawa y, finalmente, en las bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki, el 6 y el 9 de agosto de 1945.
La isla de Okinawa fue bombardeada por primera vez el 23 de marzo de 1945 y el 1 de abril desembarcaron las tropas norteamericanas que tuvieron que luchar durante tres largos meses para controlarla. El total de efectivos de la fuerza multinacional fue de 540.000 (291.000 soldados y 249.000 marineros). Por la dureza y brutalidad de los enfrentamientos y por la participación de un gran número de vehículos blindados y de barcos en la misma, se la denominó 'Lluvia de acero' y 'Tifón de acero'. La resistencia encarnizada de los 140.000 efectivos desplegados por Japón (77.000 soldados, 30.000 policías, 3.850 marineros, 12.500 coreanos y 16.000 milicianos de la isla) a la mayor operación anfibia realizada en el Pacífico ocasionó la muerte a más de 20.000 soldados estadounidenses, a unos 77.000 japoneses y aliados y a cerca de 150.000 civiles originarios de la isla.
Aunque las Islas Ryûkyû fueron consideradas en un principio, tanto por EE UU como por Japón, como un teatro de escasa importancia estratégica en la contienda, al final de la misma se convirtieron en un escenario crucial para el devenir del conflicto. La batalla de Okinawa, considerada como la batalla aérea, terrestre y naval más grande de todos los tiempos, y el último gran combate de la Segunda Guerra Mundial (mayor que el de Normandía) obligó a EE UU a reflexionar sobre su estrategia militar para derrotar a Japón. El enorme coste humano de la misma y el aún mayor que iba a suponer la 'Operación Downfall' (un millón de muertos) inclinó la balanza hacia la opción atómica que destruyó Hiroshima y Nagasaki.
Japón conmemoró el domingo pasado el 75 aniversario de la batalla de Okinawa, símbolo de la debacle suicida del militarismo japonés en un momento en el que el país sigue incrementando su capacidad militar. Lo hizo, como en los últimos años, desde una perspectiva pacifista. EE UU, por su parte, potencia hegemónica después de la Segunda Guerra Mundial, lucha por sobreponerse a las actuaciones de un presidente que está dinamitando el sistema de relaciones acordado después de la desaparición de la URSS. En unos tiempos en los que los miedos y los odios afloran, una vez más, por doquier, recordar las consecuencias de la barbarie y la sinrazón de la guerra quizás sea el primer paso para evitarla. Todos nuestros esfuerzos deben dirigirse a obstaculizar la llegada de una nueva «época oscura» de la Historia. Época que ya se vislumbra en el horizonte.
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