El Estado soy yo
Erdogan, Putin, Kaczynski, Orban... democracia es mucho más que las elecciones. Y en todos los casos la disyuntiva será la misma: o cae el régimen o revienta el país
El sultán electo de Turquía, Recep Tayip I, de la dinastía Erdogan, acaba de cesar por decreto a 9.000 policías, 6.000 militares, un ... millar de funcionarios del Ministerio de Justicia y 650 profesores. También ha cerrado doce asociaciones culturales o políticas, tres periódicos y una emisora de TV. Con estas son ya más de 100.000 las personas purgadas. Se les acusa de estar vinculadas al fallido golpe de Estado del 15 de julio de 2018, pero nadie se ha molestado en presentar acusaciones específicas ni pruebas.
La democracia es mucho más que las elecciones y la alternancia pacífica en el poder de diversos partidos. Eso se vio en España durante la Restauración, cuando las elecciones eran una farsa, amañada para establecer una alternancia acordada de antemano entre dos ramas de una misma fuerza dominante, excluyendo cualquier otra opción.
Uno de los requisitos indispensables para una democracia operativa es la neutralidad de la Administración pública, incluyendo los tribunales y la policía. Los ministros y los directores generales pueden ser del partido vencedor, pero la Administración en su conjunto no debe serlo. El primer paso para establecer una dictadura camuflada de democracia consiste precisamente en colonizar por completo la Administración pública, tomando al abordaje todos los organismos e instituciones del Estado.
Resultaría fácil y tentador argumentar que la involución autocrática de Turquía se debe al carácter 'islámico' del actual partido gobernante, el AKP, pero en Hungría, Polonia o en Rusia no hay islamismo. Lo que Erdogan, Orban y Kaczynski están intentado hacer en sus respectivos países es lo que Putin hizo ya hace años en Rusia. En los cuatro casos tenemos democracias recién establecidas, débiles e inestables, donde surge un líder fuerte que parece encarnar las esperanzas de progreso, renovación y estabilidad. En los tres casos, vemos que toman el poder fuerzas reaccionarias y represivas, pero que se ve legitimadas sin merecerlo al haber sufrido la represión del régimen anterior, como sucedió en el País Vasco con ETA bajo el franquismo.
En cuanto el nuevo líder logra apalancarse en el sillón de mando, empieza a cambiar las reglas del juego a su favor y llena todos los puestos con sus incondicionales. No se trata únicamente de repartir prebendas entre los amigotes, sino de emplear cada institución pública como instrumento de propaganda. Es una táctica de lavado de cerebro por saturación: llenar la totalidad del espacio público con la propaganda propia, de tal manera que los adversarios no pueden hacerse oír, aunque en teoría tengan derecho a hacerlo. Es como un gran árbol de espeso ramaje: bajo su sombra nada crece.
Cuando se llega a este punto, la represión ya no es necesaria o puede ejercerse esporádicamente de manera extralegal, fingiendo que se trata de incidentes aislados. Ni siquiera es necesario prohibir o disolver los partidos opositores porque las nuevas reglas del juego los reducen a la impotencia. Si protestan, se responde que es rabieta de mal perdedor y que el dictador ha ganado limpiamente porque le apoyan las masas.
Por desgracia este tipo de dictadores democráticos alcanzan el éxito porque gozan de cierto apoyo popular. Es cierto que una vez en el poder, el apoyo puede obtenerse mediante los métodos ya descritos, pero la verdad es que millones de rusos suspiraban porque la santa Rusia resurgiese de nuevo como una gran superpotencia, pero sin extranjeros, ni comunistas, ni judíos, ni negros –caucasianos o centroasiáticos–. De la misma forma, millones de polacos quieren realmente cerrarse sobre sí mismos en un conservadurismo reaccionario que recordaría vagamente al nacional-catolicismo español de 1939-1959.
Si el movimiento Gullem, supuesto instigador del fallido golpe de Estado militar en Turquía, hubiera sido tan poderoso y omnipresente como dan a entender las purgas, no hubiera necesitado un golpe de Estado para hacerse con el poder. Erdogan hubiera sido barrido en las primeras elecciones que se hubieran celebrado y eso hubiera sido el final del asunto. Sin embargo ha ganado limpiamente las elecciones en varias ocasiones. Ahora ya no necesita ganarlas limpiamente porque va a ganarlas de todas formas, pero es un hecho cierto que sigue habiendo grandes multitudes que vitorean su nombre.
Algunas personas se consuelan argumentando que las masas han sido engañadas mediante la propaganda o compradas con prebendas, pero que no puede durar. Los embustes acabarán siendo evidentes. Sustituir una burocracia profesional por amigotes del partido acabará generando una tremenda corrupción e ineficacia. Por lo tanto, cuando la economía se deteriore, habrá grandes protestas y el sistema se derrumbará.
Por desgracia no va a ser tan fácil. En Turquía existen grupos numerosos que desean y prefieren exactamente el tipo de régimen y de sociedad que ahora se está implantando. No es una sociedad islámica integrista, pero si en el futuro Erdogan tropezase con fuerte oposición, su dictadura, básicamente laica en la práctica, podría irse volviendo más y más religiosa para legitimar un régimen que es básicamente una usurpación.
Al final, este tipo de regímenes son un callejón sin salida. Rusia parece fuerte bajo el puño de hierro de Putin, pero sus debilidades estructurales son pavorosas, y es el régimen mismo el que las crea e impide su eliminación. Lo mismo sucederá con Erdogan, el nacional catolicismo del PiS polaco o la democracia iliberal del húngaro Orban. En todos los casos la disyuntiva será la misma: o cae el régimen o revienta el país.
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