China acaba de dar inicio a un acontecimiento de la relevancia del vigésimo congreso del Partido Comunista, que se prolongará una semana, con el mundo ... asistiendo a la entronización definitiva del líder, Xi Jinping, y a la apuesta, teñida de advertencia, del gigante asiático por «un nuevo tipo de relaciones internacionales». Resulta elocuente que el mismo régimen que había acotado los mandatos presidenciales a dos, con una duración total de diez años, para evitar hiperliderazgos como el de Mao se pliegue ahora a la férrea continuidad de Xi en un trance histórico convulsionado por la guerra en Ucrania. La progresiva conversión de China en una descomunal potencia con 500 millones de ciudadanos encuadrados en una clase media que también consume globalización no ha derivado en un proceso democratizador real; baste citar las denuncias de vulneraciones de derechos humanos o las amenazas de utilizar la fuerza contra Taiwán. Es tiempo, en efecto, de cambios en la geopolítica internacional. Pero el peso legítimo que reclama el Gobierno de Pekín en ese nuevo concierto mundial de los contrapoderes no puede ocultar que el pulso de fondo es entre la democracia, por perfectible que sea, y el autoritarismo.
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