El envío de cartas con balas y un mensaje intimidatorio es una amenaza expresa contra las personas a las que se dirigen, que resulta especialmente ... punible cuando afecta a responsables públicos como el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, y la directora general de la Guardia Civil, María Gámez. Más aún cuando persigue a un líder político en medio de una campaña electoral en la que es el cabeza de lista de su formación; en este caso, Pablo Iglesias y Unidas Podemos. El conocimiento de su existencia obliga a todos los representantes políticos a una condena ineludible como deber mínimo de quienes, por su posición institucional, tienen encomendada la defensa de los derechos humanos y de la convivencia. No hay excusa para eludir la reprobación de ese acto concreto mediante consideraciones generales contra la violencia, como hizo ayer Rocío Monasterio. Y mucho menos para que Vox se jactara de que forzando la salida del dirigente morado de un debate electoral se aproxima a su objetivo de «echarlo de la política española».
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Una amenaza implícita de muerte causa daño a la persona contra la que va dirigida, a sus familiares y seres próximos, y a la función pública o las ideas que representa. Y ello al margen de la verosimilitud de que sus autores la acaben llevando hasta sus últimas consecuencias. El terrorismo se basó durante décadas en la extensión de sombras inicialmente difusas que un día anunciaban lo impensable y que poco después demostraban que ese horror podía hacerse realidad. Cada amenaza dirigida contra una persona y su entorno próximo trata de amedrentar, de tensionar, de confundir al conjunto de la sociedad. Trata de sojuzgar a los demás extendiendo la sensación de que hasta lo peor podría ser justificado por alguien. Ocurre además que, en medio de la liza partidaria y electoral, el receptor de la advertencia tiende a ser señalado como beneficiario de su victimismo. Sobre todo, cuando la amenaza se oculta en el anonimato y con ello parece no ser tan cierta.
La banalización del mal se manifiesta en muy distintas formas. Pero ayer se demostró que solo la denuncia unánime del mal extremo, el de la violencia y la coacción, permite debatir sobre los otros problemas a los que se enfrentan la democracia y sus instituciones. Lo que resta de campaña del 4-M no puede quedar ensombrecido irremisiblemente por las amenazas y la provocadora actitud de Vox ante ellas.
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