La cruz de la Iglesia
Mientras en la sociedad española avanza un laicismo anacrónico, asistimos al desembarco político de una sedicente cultura católica extremista y conservadora
El sentido originario de la cruz era bien claro, pero ha ido acumulando usos diversos en el lenguaje cotidiano. El mismo título de este artículo ... es polisémico. Para muchos de mi generación la Iglesia fue la cruz de su juventud por su moralismo agobiante y sus creencias inverosímiles, de modo que se sintieron liberados cuando se alejaron de ella. La persona de Jesús suscita respeto y admiración en general, por su vida y sus enseñanzas, pero la Iglesia es una cruz que cierra el camino hacia él. Desde otro punto de vista, en Europa occidental, y muy especialmente en España, es patente el rápido descenso de los fieles que frecuentan los templos y su edad avanzada. Los aspectos positivos que existen en la Iglesia apenas cuentan socialmente ante los anacronismos, los escándalos y un indudable afán por pasar factura a una institución que gozó de todas las prebendas de la dictadura en un pasado aún reciente. La Iglesia carga con la cruz de su hundimiento social entre nosotros.
¿Cómo afrontar esta situación? Ante todo reconociéndola, no negando la realidad. Un cristiano acepta con serenidad y sin nostalgia el tiempo que le toca vivir. El Papa Francisco lo hace y acaba de afirmar en un documento muy solemne que «este momento oscuro puede ser una ocasión para la transformación histórica (de la Iglesia)». Las grandes reformas en la vida de la Iglesia se han realizado más por las presiones externas que por la fuerza de las convicciones internas. Cuando Garibaldi abrió la brecha de Porta Pia en Roma poniendo fin así a los estados pontificios encontró la más decidida oposición de Pío IX, que se consideró 'el prisionero del Vaticano'. Comprendemos hoy que aquel despojo obligado fue una bendición para la Iglesia. ¿No podríamos decir algo similar de las desamortizaciones que desposeyeron a la Iglesia de grandes propiedades y riquezas?
En mi opinión, en la hora actual se le está pidiendo a la Iglesia otra desposesión, más íntima y más difícil de realizar: desclericalizar sus estructuras. Una de las grandes decisiones del Vaticano II fue dejar bien claro que en la Iglesia lo primero es el pueblo de Dios y después viene la consideración de las diversas tareas que hay en su seno. Sin embargo, lo que hoy vemos, ante la crisis descrita, es que la preocupación prioritaria es 'la falta de vocaciones sacerdotales'. El envejecimiento del clero y su falta de reemplazo debería verse como la gran ocasión para potenciar la participación de todos los miembros de las comunidades cristianas, para que asuman responsabilidades y acabar con el monopolio clerical de todas las funciones.
La dichosa obsesión por la falta de sacerdotes está produciendo el fenómeno del neoclericalismo, las nuevas levas clericales a las que se inculca una extraordinaria conciencia de identidad diferenciada de los demás cristianos (poderes, forma de vestir, costumbres), a la vez que se rebajan exigencias formativas fundamentales para que haya pocas bajas por el camino y, especialmente, se evita un estudio que aliente el espíritu crítico. El Papa es consciente de esta perniciosa deriva y dijo a los obispos de Chile: «Velen contra la tentación del clericalismo en los seminarios y en todo proceso formativo». El neoclericalismo es una característica generacional, que obviamente no afecta a todos sus miembros. La cosa se agrava cuando -como sucede en varios lugares- se importan curas de Polonia o del Tercer Mundo. Es el deseo de prolongar la actual estructura clerical con anabolizantes, todo para evitar plantear formas nuevas de proveer el ministerio. Más aún, los abusos sexuales que han estallado en la Iglesia, tras largos años de silencio y encubrimiento, tienen una gravedad especial y unas connotaciones específicas, y no pueden reducirse a un caso más de una práctica degenerada que se da en muchos ámbitos.
El diagnóstico de Francisco ha sido claro y valiente: el clericalismo está en la raíz en la medida en que crea unas relaciones singulares de superioridad y de intimidación de las conciencias. Desclericalizar exige cambios muy profundos -el Papa habla de «transformaciones históricas»- en los que no está en juego el dogma, pero sí prácticas arraigadas, algunas insostenibles (acceso de la mujer a los ministerios, el celibato obligatorio de los presbíteros en el rito latino, numerosas formas litúrgicas y consuetudinarias en el mundo eclesiástico). En los evangelios se refleja ya una dura polémica contra quienes en las comunidades cristianas se atribuían títulos, ropajes y poderes que rompían la fraternidad.
En la generación posconciliar la teología española alcanzó un alto nivel y se multiplicaron las iniciativas de diálogo de la fe con la cultura. Pero la cultura neoclerical y la involución posconciliar liderada por una jerarquía nombrada con esta misión dejan ahora un panorama desolador. Si en la sociedad española campa por sus respetos un laicismo anacrónico, en la Iglesia encontramos una cultura del gueto y a la defensiva. La descapitalización cultural de la Iglesia puede tener graves consecuencias a corto plazo. Estamos asistiendo al desembarco político de una sedicente cultura católica extremista y conservadora, a la que le parece poco la politización partidista de los obispos que organizaban misas en la Plaza de Colón.
Estos días miles de personas contemplarán por las calles las procesiones de Semana Santa, el último vestigio, quizá, en la cultura urbana de una religiosidad popular. El Cristo en la cruz siempre impresiona y suscitará reflexiones y sentimientos muy dispares. Mi mente soñará con una Iglesia que sigue al crucificado, que sabe vivir como minoría abierta e inclusiva, que ofrece el sentido de la vida que descubre en Jesús y que está dispuesta a colaborar siempre en todo lo que sea construir un mundo más humano.
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