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En 'Kill Bill', esa filigrana de película que no deja de ser una bronca conyugal desaforada con daños propios y colaterales, Uma Thurman adula al ... viejo proxeneta con aire de lechuza que interpreta Michael Parks, secundario fetiche de Tarantino, porque quiere sacarle información. El capataz de prostitutas pide a la hermosa Mamba Negra que no persista en esa táctica porque le resultará eficaz con él. Le dice: «Debo avisarle, joven dama, que soy sensible a los halagos«.
Si digno de observación resulta quien adula, el pelotillero, no ofrece menor interés quien acepta de buen grado y con satisfacción la servil ceremonia de ese sainete de bolsillo que es el pelotilleo, la ofrenda del lameculos, el jabón jerárquico. ¿Algún pelota es sincero? ¿La adulación pringosa al jefe o al prócer obedece a que se le tiene en tan alta estima? No, todo lo contrario. Quizá con la excepción, en 'The Simpsons', del lacayuno Smithers con el señor Burns, y es porque está enamorado de él.
El pelotillero odia al jefe al que hace la pelota precisamente porque se la hace y de ese modo se denigra. Es consciente de la condición humillante a que esto le somete, y se la subraya el que nadie le obliga a ser un tiralevitas: es una denigración en general voluntaria. Aunque se den también casos en que el jefe espere ese trato y no otorgárselo acarree problemas. En los guiones de Rafael Azcona solían aparecer muy buenos tipos de pelotas. Los pasantes genuflexos de la notaría en 'Plácido', por ejemplo.
En la cúspide de lo arrastrado, o más bien en el subsuelo, está el alfombrón, la caricatura del servilismo humillado. Me pareció el colmo la anécdota que me contó quien la presenció acerca de un director de hotel que mostraba una 'suite'. La clienta, dama de alcurnia, fumaba y no había cenicero. El alfombrón imploró que la señora le echara la ceniza en la palma de la mano extendida. No lo tuvo que repetir demasiadas veces para convencerla y sonreía al recibir la ceniza caliente.
Pero peor que el pelotillero es el destinatario de las serviles babosadas si se las cree. El ocupante de poltrona al que no se le pasa por la cabeza que ese cafecito como a usted le gusta, excelencia, lleva un escupitajo del pelotillero en el fondo de la taza. El prócer o el artista vaca sagrada rodeado de una corte de pelotas que le ríen todas las gracias y ensalzan hasta lo ridículo acaba rodeado de una nube de niebla que lo aísla de la realidad, le priva de la capacidad de autocrítica y de consciencia y acaba por no discernir en absoluto que su gestión es lamentable o que sus últimas obras han perdido el norte.
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