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Buscaba, o más bien me enfrentaba, expectante, a las columnas de Mario Vargas Llosa, sabiendo que cuando llegara al punto final sus palabras me habrían ... revuelto el espíritu echándome en brazos de la reflexión. La literatura y el periodismo le habían dado un mestizaje condenadamente atractivo para cualquiera que ose vivir con los pies en la tierra y la cabeza en las nubes. Corrió bastantes riesgos vitales; viajó con la discreción de quien quiere ver lo prohibido, se permitió pasiones irreverentes, cayó en la tentación de la política y obtuvo los premios con los que sueña un escritor, además de formar una familia bulliciosa que lo arropaba.
Educado como un francés, pausado como los limeños y franco como un meridional quijotesco, manejaba la ficción con la misma agilidad que la realidad y levantaba admiración y ampollas en la misma medida. La sensación de que le debo algunas líneas importantes de mi biografía subsiste envuelta en la nostalgia de lo vivido. Algunas de sus columnas me recolocaron, sus obras me prestaron su pasión, su estupefacción o su rabia y siempre eché de menos el regalo de sus secretos. Su última novela se titula 'Le dedico mi silencio'. «La historia de un hombre que soñó un país unido por la música y enloqueció queriendo escribir un libro perfecto que lo contara». Apenas han pasado unas lunas y los políticos se disputan su pertenencia para el futuro homenaje. Mario Vargas Llosa era un escritor en el que existían muchos hombres; periodista, profesor de Princeton, amante de Flaubert, esposo de su prima, coleccionista de libros y un viajero infatigable. Un escritor no pertenece sino a su creación.
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