¿De dónde eres?

Con la inmigración, necesaria e imparable, la sociedad se vuelve un reflejo del mundo

Vivimos obsesionados con los orígenes de nuestros semejantes y la verdad es que esa pregunta, '¿de dónde eres?', es una de las primeras que hacemos ... a nuestros visitantes. La pertenencia es, para algunos, algo determinante; tanto que a veces raya la estupidez estableciendo fronteras por apellidos. Nacer aquí o hacerlo a mil kilómetros determina nuestra vida, aunque el hecho esté en manos del azar.

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Quizás hace unas décadas la pregunta era pertinente, pero ahora que la globalización ha unido las cuatro puntas del pañuelito del mundo ya no procede. Cuando era niña solo había una familia negra en Bilbao; eran los Jones y procedían de Santa Isabel, una colonia española en la actual Guinea Ecuatorial. Miguel Jones quiso jugar en el Athletic, pero no pudo a causa del color de su piel. Lo hizo en Madrid. La inmigración, ese fenómeno imparable y tan necesario, convierte nuestra sociedad en un reflejo del mundo. Sin embargo, cuando vemos a alguien con rasgos distintos a los nuestros, lo primero que hacemos es preguntarle de dónde procede.

No digo que no sea una inocente curiosidad sin significado alguno, pero las más de las veces la pregunta lleva implícito un juicio, una valoración por la pertenencia. Aquí ya han nacido niños con rasgos asiáticos, indígenas, negros o grandes y rubios como en el norte de Europa. No es solo que la pregunta que llevamos en la punta de la lengua no procede, sino que debemos revisar la sutileza de nuestros comportamientos.

Hace unos días fui a recibir a una delegación de un organismo cultural europeo. Sabíamos el nombre de la directora y que venía acompañada por su asistente. Casi me muero de la vergüenza cuando el político de turno, con un desparpajo casi improcedente, se acercó a una de las dos mujeres, a la de piel blanca, y le soltó un discursito de bienvenida en un inglés macarrónico. Vi una sonrisa en la otra mujer, la de piel negra, y lo vi venir. Efectivamente la directora era la mujer a la que el político progresista había ignorado y la otra, su ayudante. Después de unas disculpas con los carrillos al rojo vivo, la escena se repitió en la biblioteca donde iba a celebrarse el acto. Yo no sabía dónde meterme, pero lo cierto es que desde aquel día trabajo en la consciencia de ese falso respeto que presumimos de poseer.

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Igual que el machismo está enraizado en nuestra historia, el racismo es una planta trepadora que envuelve nuestro cerebro. Debemos trabajar para podar esa maldita costumbre, más paternalista, en muchos casos, que racista de preguntar al personal de dónde viene o a dónde va. Si vive entre nosotros será porque le da la gana y punto.

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