Compasión
Esta semana parecía inminente la invasión terrestre de Gaza por las fuerzas israelíes, luego el ruido incómodo de las naciones apelando a la «compasión» y ... la intermediación de Qatar frenaron, o más bien aplazaron, lo inevitable. El jueves y el viernes los tanques avanzaron un trecho sin que el material humanitario hubiera podido llegar a donde se necesitaba. Había demasiada ira y se sabe que es un sentimiento casi imposible de ocultar. La ira deshace a su paso cualquier simiente de solución. Esa ira representa esos platos que se estrellan contra la pared, el puñetazo incomprensible en la disputa por un aparcamiento o el ojo morado en la mujer a la que se le juró respeto eterno. Hamás expresó su ira matando y haciendo rehenes a los que juzgaba causa de su desdicha e Israel volvió a hacerlo bombardeando una tierra sin esperanza y colocando en las fronteras un ejército armado hasta los dientes. Apelar a la compasión, que la RAE describe como «un sentimiento de pena, ternura y de identificación ante los males de los demás», no me parece que tenga sitio entre los agraviados. Netanyahu ya ha dicho que asumirá o rendirá cuentas por los errores que permitieron la incursión de Hamás y ha añadido que su objetivo es traer de vuelta a los rehenes. A estas alturas, el sueño final de la paz se ha reducido a escombros. El escenario geopolítico ha cambiado. La espalda de las Naciones Unidas es tan ancha como un frontón donde pueden permanecer conflictos sin resolver durante lustros. A Israel no le han gustado las declaraciones de su secretario general, pero qué decir cuando existen los vetos que prolongan la agonía.
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