'Chalecos amarillos', síntoma de otra fractura social
Es gente que se desplaza en coche para ir al trabajo. Y ha explotado al subir la tasa de carburantes. Cuestionan la ecología de los 'bobos' (burgueses bohemios)
El movimiento de los llamados 'chalecos amarillos', que tantos quebraderos de cabeza ha ocasionado al Gobierno de Francia, a dirigentes políticos y líderes de opinión, creo que denota una fractura inédita en el mundo occidental, que ya se había mostrado con la elección de Trump en Estados Unidos y el 'Brexit' en Gran Bretaña. Sin hablar de la emergencia de la derecha extrema en media Europa occidental. No todo es lo mismo, pero hay algunos elementos comunes que debemos tener en cuenta.
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Para el escritor británico David Goodhart, autor del ensayo 'The Road to Somewhere' ('La ruta a alguna parte', C. Hurst & Co. Publishers Ltd, 2017) que, aunque no traducido al francés, ni al castellano, lo está leyendo media Francia, los 'chalecos amarillos' representan lo que él denomina como la gente de 'alguna parte', de 'algún sitio' ('somewhere') frente a la gente de 'ninguna parte', de 'ningún sitio' ('anywhere'). La fractura 'somewhere vs. anywhere', suplantaría, según él, la clásica de izquierda-derecha. Los 'anywhere' (los de 'ningún sitio'), que yo etiquetaría de cosmopolitas, si no internacionalistas, meritocráticos y rabiosamente individualistas, conformarían la nueva clase dominante. Los poderosos de la era global, digital, medioambiental, ecologista, ciudadanos del centro del mundo, un centro poliédrico, pero interconectado, conformado por las cada vez mayores ciudades, en cuyo núcleo urbano el hábitat está muy, muy caro, donde se afana la élite de los grandes diplomas, multilingüe (con un inglés dominante).
Ese mundo, sin necesidad de empujones, simplemente por su saber hacer, su saber aprender, sus constantes desplazamientos (virtuales y reales) y su cuidado mundo de relaciones, arrincona al mundo periférico, (así lo denomina el ensayista francés Christophe Guilluy en su best seller de ensayo 'La France périphérique', Flammarion 2015), donde muestra cómo las clases populares, excluidas de los beneficios de la mundialización, son relegadas a las pequeñas ciudades, a las aldeas rurales, a lugares alejados de las grandes metrópolis.
Es la gente que vive anclada en su hábitat, establece sus relaciones con lugareños (aun sin renunciar a internet y a las redes sociales que les sirven para organizar manifestaciones, como ahora los 'chalecos amarillos'), gentes que miran el mundo desde un lugar determinado (los 'somewhere' de Goodhart). Yo les llamaría localistas, aunque abiertos. Con internet. Es gente que se tiene que desplazar para ir al trabajo. Para ellos, el coche es un instrumento de trabajo. Y cuando Macron ha subido la tasa a los carburantes, han explotado: es esa gota la que ha desbordado el vaso de una humillación inconfesada por inconfesable, de un arrinconamiento despreciativo. No están en contra de la ecología, como refiere lucidamente Goodhart en una entrevista ('Le Monde' 28/11/18, que sigo en estas líneas). Pero, cuestionan por qué «la ecología burguesa de los 'bobos' (acrónimo de 'burgueses bohemios') parisinos, tendría que ser pagada por las gentes de la Francia periférica». Tienen una identidad más ajustada a un territorio concreto, y los rápidos cambios de los últimos decenios les perturban. Particularmente, sin ser xenófobos, ante una inmigración que perciben súbita y más numerosa de la que realmente se da.
Las personas que he denominado 'internacionalistas', 'cosmopolitas', representarían, en el mundo occidental opulento, según Goodhart, en torno al 25 % de la población, cifra que me vale para Euskadi, pero rebajaría al 20% en España. Por otra parte, los localistas, aún abiertos al mundo, vía internet, Goohhart los cifra en el 50% de la población, porcentaje que yo dejaría en un 40 o 45%, quedando el resto, en torno a un tercio de la población, como los relegados del sistema.
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En los estados modernos habría una tensión entre, por una parte, la igualdad ante la ley (cada persona un voto) y la desigualdad (creciente en las últimas décadas) en la consideración social y en la capacidad de gasto, lo que acaba originando una diferencia de estatus social, amargamente sentida, incluso por los que disponen de unos ingresos correctos que les permiten, por ejemplo, disfrutar de un par de semanas de vacaciones. La fractura es tanto o más emocional, sentimental, que meramente crematística. En este contexto, pretender, como preconizan las élites internacionalistas, generalizar la movilidad social y la meritocracia como fundamento de la sociedad, es fuente de conflictos sin fin. Como escribe Goodhart, «en la actualidad se acepta la economía de mercado, pero no la sociedad del mercado». La gran masa de la población no quiere renunciar a la protección de la sociedad del bienestar, creada después de la Segunda Guerra Mundial y a los Derechos Humanos, cuya Declaración Universal celebramos el 10 de diciembre en su 70 aniversario. La gran conquista de Occidente.
Creo que los análisis de Goodhart y Guilluy ayudan a entender lo que está sucediendo con los nuevos movimientos sociales en el Occidente rico y explican, en gran medida, el triunfo de Trump, el 'Brexit', los 'chalecos amarillos' de Francia y, en parte también, el auge de la extrema derecha en media Europa. De España y Euskadi, con sus propias singularidades, hablaremos, quizá, otro día. No siempre hay que estar mirándose el ombligo. Conviene mirar, también, las barbas del vecino.
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