Begoñita
La relación con la tecnología resulta desesperante en demasiadas ocasiones
Mantengo una relación de amor y odio con la tecnología. Según los entendidos, es algo frecuente en aquellos que dependen de ella y temen que ... les juegue una mala pasada. Quizás por esa razón pongo nombre a algunos aparatos, como si no acabara de creerme que tamaña inteligencia no lleve escondido un duende, con su corazoncito y su mala leche. A mi GPS le llamé Begoñita, la voz metálica me recordaba a alguien que se llamaba así. Necesitaba hacerla cercana; aquel artilugio me iba a librar por fin de mi condición de eterna desorientada. No nos caímos bien desde el principio. Ya el primer día me mareó dando vueltas y devolviéndome machaconamente a un punto determinado que no era mi destino. Me molestaba mucho que me dijera que siguiera dos kilómetros por la carretera, como si no supiera que estaba en ella, o que me mandara girar hacia el este, presuponiendo que yo sabía dónde estaba el punto cardinal. Ni que decir tiene que he estado a punto de colisionar cuando me ordenaba salir por la tercera a la izquierda, donde me encontraba con una dirección prohibida. Acabé apagando a Begoñita y parando a preguntar, que era lo que había hecho toda la vida; la desconfianza hizo nuestra relación imposible.
Recientemente me alojé en una casa preciosa, cuyo atributo principal era ser inteligente. Todo lo que tenía que saber para pasar en ella cuatro días de ensueño estaba en una aplicación en el móvil, de esas que dicen que es sencillísima. La casa ya reconocía mi voz, pues había sido programada para ello previamente. Nada más situarme ante su puerta me acordé de Begoñita y me temí lo peor. En mi franja generacional soy una avanzada en lo que a ordenadores se refiere. No me ha quedado otro remedio. Pero aquello me sobrepasaba emocionalmente. El portero automático -por llamar de algun modo a un cuadro de sensores- reconocía la voz, las pupilas y hasta te contaba las pestañas. Tras un forcejeo con mi dignidad, atravesé el umbral. Luego hubo que encender la luz y aquello fue un festival en que las persianas subían y bajaban, la televisión se ponía en marcha y la luz se apagaba con una palmada.
Yo, que siempre había despotricado de los pasillos oscuros y las tarimas crujientes, deseé con todas mis fuerzas volver al hostal de toda la vida con sus muebles estilo remordimiento y sus mantelitos de ganchillo. El agua, el aire acondicionado y la sorpresa continua en los baños me desmoralizaron. Ni tan siquiera probé la tentadora piscin Agotada, acabé en un dormitorio inmaculado que hubiera podido utilizarse como quirófano, y me metí en una cama con tamaño de estadio de fútbol con la mosca detrás de la oreja. Cuando estaba a punto de dormirme me pareció que las sábanas me abrazaban.
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