Un puma paseándose por una avenida vacía de Santiago de Chile, un trío de patos avanzando por el centro de París, un corzo galopando por ... el barrio bilbaíno de San Ignacio, un gamo deambulando por El Paseo de Alcobendas, un jabalí campando feliz a sus anchas por la calle Balmes de Barcelona… Es uno de los fenómenos coloristas que trajo el confinamiento y que han contribuido a la fantasmalización de la realidad, a alimentar esa sensación de extrañeza ya familiar de haber caído en medio de una ficción cinematográfica, de una de esas distopías sobre 'el día después' de una invasión reptiliana o una guerra nuclear.
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Uno, que no es animalista y que no se siente mejor persona por adorar a su perro, confiesa que se ha sentido conmovido por este regreso de la fauna silvestre a los territorios tomados por el ser humano, por esa felicidad de las especies reconquistando los espacios de los que les expulsamos para imponer nuestro imperio de asfalto y cemento. Y uno también toma conciencia de que, aunque no los veamos, están ahí; de que siguen ahí, de que siempre han estado ahí esos animalitos que nos han tocado en el planeta de compañeros. Uno repara en lo que le hemos quitado a toda esa entrañable peña refugiada en los bosques, los parques y los campos, pero también en su capacidad de supervivencia, que es subestimada por cierta modalidad paternalista, franciscana y antropocéntrica del ecologismo que atribuye a todo el reino animal la proverbial y esencial debilidad de nuestra especie; nuestra falta de instinto e inteligencia naturales. Hablo de esa cursilería entre retro y kitsch que nos obliga a desviar una autopista para no tocar ese mismo nido que un ave rapaz ha sabido antes dejar de poner en otro risco amenazado no por los coches sino por las especies depredadoras.
Sí. En cuanto el ser humano se quita de en medio, vuelve la Naturaleza a reconquistar sus posiciones en el tablero planetario. Vuelven los cisnes a pavonearse por el Gran Canal de Venecia y los delfines del Adriático al litoral de Cerdeña; los monos a pelearse por las calles de la ciudad tailandesa de Lopburi y las cabras al centro urbano de la localidad albaceteña de Chinchilla. No digo que no tenga algo de edificante este efímero espectáculo de reconquista zoológica. A mí me emociona más que los populistas que han hecho exactamente lo mismo que esas especies durante el confinamiento: saltárselo, campar a sus anchas e intentar zamparse el sistema. Por cierto, no está de más recordar que la importación buenista de especies exóticas a un hábitat ajeno es una causa de extinción de la biodiversidad mayor que la salvaje garra de la civilización heteropatriarcal y capitalista.
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