La gran diferencia
Ningún brasileño sintió vergüenza en el Maracanazo, ninguno se sintió humillado. El martes, sí
Jon Agiriano
Sábado, 12 de julio 2014, 01:09
Tras el demoledor 1-7 que Alemania le endosó a Brasil el martes en Belo Horizonte se hicieron inevitables las comparaciones entre esa goleada histórica y el famoso Maracanazo de 1950. Rápidamente, ya desde los primeros comentarios de los locutores y las primeras crónicas en las ediciones digitales, se estableció una pugna sobre cuál de aquellas dos derrotas había sido más impactante, sobre cuál de ambas había tenido más grados en la escala Richter de los fracasos históricos. En el calor del momento, todavía bajo los efectos de un marcador inconcebible, fueron muchos los que coincidieron en que el Mineirazo sobrepasaba al Maracanazo en dimensión trágica. Puede que sea así, pero creo que convendría explicarlo porque considero que estas dos grandes derrotas del fútbol brasileño son muy diferentes entre sí. En realidad, hasta el tipo de conmoción que han provocado es distinta. Y es que una cosa es sufrir una profunda tristeza y otra, una vergonzosa humillación.
Publicidad
El Maracanazo fue una tristeza descomunal provocada por una sorpresa de ese mismo tamaño. Aquello fue, sin más, un golpe del destino. Como conoce perfectamente cualquier aficionado, en 1950 todo estaba preparado para que Brasil se proclamara campeona. Habían construido el mayor estadio del mundo, lo llenaron en la final con la mayor entrada que se ha registrado nunca en un campo de fútbol, más de 200.000 personas que vivían en las gradas una fiesta colosal. Se bebía, se bailaba, se animaba, se lanzaban cohetes... Gran parte de esa felicidad y de esa convicción la provocaba una selección extraordinaria con la que todo el país se sentía identificada. Ya el año anterior había ganado la Copa América metiéndole siete goles en la final a Paraguay. Durante el Mundial, sus goleadas a España y a Suecia habían causado asombro. Nadie discutía que los Barbosa, Augusto, Juvenal, Bigode, Danilo, Bauer, Jair, Zizinho, Ademir, Friaça y Chico eran el mejor equipo del mundo. La confianza de los brasileños en la victoria era absoluta. Quizá excesiva, pensándolo bien. Y es que, pese a ser inferiores, los vecinos uruguayos solían ser duros rivales. De hecho, dos meses antes, en la Copa Rio Branco, fueron capaces de ganar a Brasil el primero de los tres partidos que disputaron. Y los otros dos los perdieron por la mínima.
Gran carnaval fúnebre
A la selección de Brasil le pudo la responsabilidad en el momento decisivo. Todo aquel ambiente desaforado y entusiasta se acabó volviendo en contra de los jugadores. El gol del empate de Schiaffino en el minuto 66 les dejó helados. El de Gigghia en el 79, les mató. Los pupilos de Flavio Costa lo intentaron por todos los medios hasta el final, pero no lograron el empate que les daba el título. Perdieron y aquello fue una tragedia nacional. Los jugadores quedaron marcados para siempre. En el caso de Barbosa, culpado del gol de Gigghia, su vida fue un infierno. Siempre he pensado que fue una reacción desmesurada e injusta, casi extravagante en su desproporción. Una especie de gran carnaval fúnebre. Aquellos grandes futbolistas sólo habían perdido un partido. El más importante de sus vidas, es cierto, pero sólo un partido. En todos los demás habían sido el orgullo de su país. De hecho, ellos fueron la primera gran selección brasileña admirada en todo el mundo.
De esto hablaban el otro día en Río de Janeiro algunos viejos aficionados que estuvieron presentes en Maracaná aquel 16 de julio de 1950. Tengo la sensación de que el Mineirazo está poniendo en su sitio algunas cosas que no lo estaban, empezando por la memoria de Barbosa y compañía. En 1950 sólo hubo tristeza. La más grande del mundo, es cierto, pero sólo tristeza. Esta vez fue peor. Brasil vivió el martes una humillación que llegó a todos los rincones del mundo. Alemania le desnudó y la torcida sufrió una vergüenza que no olvidará jamás. Le habían metido siete y su fútbol había sido un despropósito. Nadie podía sentirse identificado con esos jugadores y con un seleccionador que ha defendido un estilo marcial y desabrido ajeno por completo a todos los valores que han distinguido al fútbol brasileño. Reconozco que me alegra que los protagonistas del Maracanazo descansen ahora más en paz y que Felipao Scolari, Parreira y compañía, es decir, aquellos a los que nunca les ha importado la manera de ganar, sientan que sí hay mucha diferencia en la forma de perder.
Accede todo un mes por solo 0,99€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión