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La dramática historia de 'El Ogro': sobrevivir a 7.000 metros con las piernas rotas

Hace 48 años, una expedición británica asaltó una de las cumbres más inaccesibles del mundo. Arrastrándose por la nieve, sin comida ni bebida, firmaron una de las mayores historias de supervivencia

Lunes, 11 de agosto 2025, 00:26

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«Te bajaremos sea como sea, suceda lo que suceda», le dijo Chris Bonington a su amigo Doug Scott mirándole directamente a los ojos. Ambos se encontraban en una de las peores circunstancias que cabe imaginar. Colgados de unas cuerdas a más de 7.000 metros de altura y con la gélida noche acechando, no tenían más abrigo que la ropa que llevaban encima. Tampoco tenían ni comida ni bebida. Pero lo más grave era que Scott se acababa de romper las dos piernas. Eran lesiones similares a las que sufren los mineros cuando se les caen encima las galerías en las que escarban, le dirían los médicos semanas después tras protagonizar una de las mayores historias de supervivencia que se conocen en la montaña. Ateridos, durante nueve días se alimentaron de chupar nieve y de bolsas de té reutilizadas. Y cuando se creían a salvo, se estrelló el helicóptero de rescate que los transportaba.

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«Mis pies resbalaron sobre el hielo, perdieron contacto con la pared y yo empecé a volar colgado de la cuerda sobre las rocas, cada vez más rápido. De repente, mis piernas, brazos y cuerpo impactaron contra la roca. Alargué la punta del pie para empujarme contra la roca a fin de alcanzar una repisa. Algo andaba mal en la pierna izquierda porque sentí una punzada de dolor que llegó hasta la ingle. Entonces empujé con la pierna derecha: allí se había estropeado algo aún peor, porque crujía con una repugnante sensación de huesos rechinando, y con un movimiento que no era natural», escribió el propio Scott en el libro en el que plasmó en primera persona una odisea que este pasado mes de julio cumplió 48 años.

El reloj marcaba poco más de las siete de la tarde del 13 de julio de 1977 cuando estos dos alpinistas británicos se habían convertido en los primeros en llegar a la cumbre de 'El Ogro', una cima que hasta entonces se había mostrado inexpugnable. Situada a 80 kilómetros en línea recta del K2, varias expediciones inglesas y japonesas habían tenido que rendirse esa misma década ante un montaña que remata con una especie de tres cabezas, como un monstruo. Quizá de ahí su terrorífico nombre. Se lo impuso Martin Conway, un noble inglés que fue cartógrafo y montañero a la vez que político y crítico de arte. Nunca llegó a explicar el porqué de este bautizo.

«¡Dios mío, se ha caído!»

Llevados por las prisas de emprender la bajada cuanto antes, Scott apenas había comenzado a rapelar –destrepar con cuerdas– a unos metros de la cima cuando el resbalón descrito daba inicio a su odisea. «Oh, Dios mío! ¡No! ¡Se ha caído!», exclamó 250 metros más abajo Mo Anthoine, otro de los componentes de la expedición que junto a Clive Rowland se había quedado en una cueva de nieve a la espera de atacar la cumbre al día siguiente. Nada podían hacer por sus amigos. No tenían el material suficiente para llegar hasta ellos. Scott y Bonnington tendrían que pasar la noche al raso sobre una minúscula repisa. Solo les quedaba masajearse uno a otro los dedos de los pies para evitar las congelaciones y chupar nieve para engañar al hambre y la sed.

Tras una noche calamitosa, lograron reunirse con sus compañeros a la mañana siguiente. Scott únicamente podía avanzar a gatas, arrastrarse por una nieve que se iba acumulando con la tormenta que se desataría con el paso de las horas. Tenían que escapar como fuera de aquel infierno de hielo. Anthoine, cuyo físico vigoroso le había llevado a doblar a Silvester Stallone en alguna de sus películas, fue el encargado de ir en cabeza del grupo con la penosa tarea de abrir huella. Sin embargo, el avance era desesperadamente lento por el estado de Scott. Les esperaba otra noche a una altitud donde solo respirar es una hazaña. «El hecho de permanecer allí arriba a 7.000 metros estaba produciendo un deterioro gradual de nuestros organismos», recordaba Scott. «Hay un gran salto entre los 6.000 y 7.000 metros. Cuesta hasta respirar y más en una montaña tan técnica», confirma Alex Txikon, que sabe de primera mano lo que supone sobrevivir en esa altitud e incluso por encima. Para empeorar la situación, tres de los sacos de dormir estaban empapados. Solo quedaba seco el de Bonnington, al que le habían dado a probar un tejido impermeable hoy omnipresente en la montaña: el gore-tex.

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En aquella tortuosa bajada no todo era descenso. Debían remontar una especie de espolón bautizado con el nombre de Pilar Rojo. En otro rapel extremo, Scott estuvo a punto de caer 1.500 metros en el vacío. Bonnington cayó 'solo' seis metros, los suficientes para romperse las costillas. No dejaba de toser y echaba flemas de un alarmante color naranja. «Tosía, tenía la garganta inflamada, su voz había quedado reducida a un susurro. Pensaba que sufría un edema pulmonar y creía que tenía que bajar ya». Al no llevar botiquín, no disponían de ningún tipo de calmante para calmar su agonía.

Llevaban tres días sin comer cuando llegaron al campo 3. La nieve lo había sepultado por completo. Para colmo de males, aquella noche la tormenta se recrudeció todavía más. Su único consuelo fueron unas bolsas de té que ya habían usado durante el ascenso, unos terrones de azúcar y algunos cubitos de caldo. Para entretenerse, incluso jugaron a las cartas y escucharon música en un casete de la época.

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En todo este tiempo, Scott, con un parecido asombroso a John Lennon, no pudo dejar de sentirse culpable. Sus lesiones podían costarle la vida a sus amigos. Incluso llegó a ofrecer para abrir huella en la nieve fresca. Al ir a gatas, no se hundía tanto como sus compañeros.

El helicóptero se estrella

Para cuando llegaron al campo base, habían pasado nueve eternos días. Tan eternos que el resto de la expedición –Tut Braithwaite y Nick Estcourt– les había dado por muertos y habían abandonado el lugar. No obstante, por si se producía el milagro, dejaron comida escondida y una nota. «Queridos todos, en el caso improbable de que podáis leer esto, he bajado para intentar alcanzar a Tut y a los porteadores y así poder volver y recogeos. El 14 de julio –la nota databa del día 20– os vimos bajar de la montaña y asumimos que estaríais abajo la mañana siguiente. Los porteadores ya habían llegado y no teníamos ni dinero ni comida para mantenerlos aquí. Así que Tut y Aleem bajaron, con los porteadores y todo el material, y yo me quedé esperando con seis de ellos para que ayudaran a bajar vuestras cosas. Lo único que se me ocurre es que algo ha ido muy mal. Tut y yo volveremos a subir tan pronto como podamos».

Tan pronto como Anthoine comió algo para recuperar fuerzas, salió corriendo en su busca. Pero estaba tan agotado que debía parar cada hora para dormir durante cinco minutos. Así recorrió en día y medio los 50 kilómetros que separaban aquel lugar de la pequeña población de Askole. Mientras tanto, en el campamento base Scott se había fabricado unas protecciones para sus rodillas, hinchadas y en carne viva tras el agónico descenso. Tras cinco días de espera, solo les quedaban unos pocos caramelos para echarse a la boca. Justo entonces aparecieron los porteadores. Después de otras tres jornadas de travesía subido en una camilla fabricada con palos y cuerdas de escalar, por fin estaban salvados. O no.

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Aún quedaba un último capítulo. El helicóptero que debía llevar al hospital a Scott se estrelló cuando estaba a punto de aterrizar. «De repente, sonó un ruido seco en el motor, que se paró, y los últimos seis o siete metros caímos a bloque sobre una zona de bloques». Scott llegó al hospital de Nottingham el 4 de agosto, tres semanas y un día después del accidente. Seguía vivo de milagro.

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