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Detalle del cartel promocional de una estación termal francesa, 1900.
Historias de tripasais

Los turistas que venían a beber agua a Euskadi

A finales del siglo XIX muchos turistas visitaban el País Vasco por la fama de sus centros de hidroterapia, basados en los baños termales y el consumo de ingentes cantidades de agua mineral

Domingo, 4 de agosto 2024, 18:30

En agosto de 1890 el periodista Luis Morote y Greus se embarcó en una de esas aventuras destinadas a llenar páginas durante el erial informativo del verano. Hoy en día esas crónicas, a medio camino entre el costumbrismo social, el relato de viajes y el cotilleo estival se dedican a relatar vivencias en cruceros masificados, fiestas patronales o el Camino de Santiago, pero el señor Morote quiso dar una noticiosa vuelta de tuerca a algo que en su época estaba muy en boga: ir a tomar las aguas.

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En 1890 todo el mundo quería ser bañista, ya que eso implicaba tener tiempo y dinero suficientes como para viajar, hospedarse y recibir tratamiento en algún establecimiento termal o en las playas habilitadas para los llamados «baños de ola», que se habían puesto rabiosamente de moda durante la última década. El concepto de veraneo se había instalado de tal manera que todos quienes se lo podían permitir (con poco o con mucho lujo, por estricta prescripción médica o por simple capricho) peregrinaban anualmente hasta el Cantábrico en busca de temperaturas frescas, aire limpio y agua, mucha agua.

Por eso Luis Morote decidió realizar una gira a lo Phileas Fogg acalorado y visitar en 30 días 30 pueblos que tuvieran balneario o playa, publicando diariamente una crónica de su periplo en el periódico El Liberal. La mayor parte de aquel gran viaje bañista transcurrió por el País Vasco, que era la zona con mayor densidad de fuentes minerales de España. No todos los manantiales acabaron dando pie a un balneario ni todos los balnearios vascos fueron comparables con los de Spa (Bélgica), Baden-Baden (Alemania), Vichy (Francia) o Bath (Reino Unido), pero aquí hubo establecimientos muy afamados que gozaron de gran afluencia de público. Algunos incluso sobreviven hoy en día, como el legendario balneario de Cestona (el más antiguo de Euskadi, remontándose su primera casa de baños a 1776), las termas del Molinar de Carranza (ahora balneario Casa Pallotti), las fuentes de Arbieto (que hoy surten al hotel balneario Orduña Plaza) o las de Villaro (actualmente balneario Areatza).

Tomar las aguas

Según el 'Anuario oficial de las aguas minerales de España' de 1889 Gipuzkoa tenía un manantial por cada 18 kilómetros cuadrados, en Bizkaia había uno cada 31 y en Álava cada 54 km cuadrados. Si no hubiese sido por Pontevedra los tres territorios vascos hubiesen copado el podio de provincias con mayor proporción de fuentes minero-medicinales. Eso implicaba una multitud de posibilidades para «tomar las aguas», ya fuera por inmersión corporal mediante baños completos o parciales, por irrigación interna a través de diversos orificios (todos en los que están ustedes pensando) o simplemente bebiendo agua como patos, un vaso, otro y otro más hasta cumplir con las instrucciones del médico.

Reproduccion de un grabado sobre el suntuoso comedor del balneario de Zestoa.

Podría ser la ingesta masiva de agua mineral lo que diera a los balnearios el pase para figurar en nuestras «Historias de tripasais», pero por interesante que resulte un estómago brutalmente aguachinado, siempre preferiremos hablar de comida sólida... o de la ausencia de ella, que era la única queja que solían tener los bañistas. Los balnearios no sólo prometían mejoras en enfermedades de la piel o del aparato digestivo, sino también aliviar desde el reumatismo hasta la gota, pasando por diversas parálisis, diabetes, problemas respiratorios, alteraciones de la menstruación e incluso la sífilis. Para tratar a los pacientes el director médico del balneario estudiaba cada caso y luego recetaba un tratamiento que solía compaginar baños con consumo de agua en ayunas y régimen o dieta especial.

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La comida

En algunos centros termales no había más desayuno que el agua, en otros estaban prohibidos almuerzos, meriendas o picoteos entre horas y en casi todos se prestaba especial atención a la masticación. Los afortunados bañistas sin restricciones alimentación podían comer de todo, y no crean ustedes que faltaron los balnearios célebres por su excelente oferta gastronómica. Por ejemplo el guipuzcoano Canuto Otamendi (1860-1923), que llegó a ser en Madrid jefe de cocina del prestigioso restaurante Lhardy, se dedicó también a la hostelería termalista en los Baños de Otálora y en Betelu. Por su parte Julia Orbe dio fama —y seguro que muchas reservas— a los fogones del balneario de Santa Águeda (Mondragón), establecimiento que cayó en desgracia tras ser en 1897 escenario del asesinato de Cánovas. De la cocina «acuática» habló Luis Morote en su saga estival, durante la cual se remojó en Urberuaga de Ubilla (Markina), Zaldua (Zaldibar), Nanclares de la Oca, Zuazo (Kuartango), Sobrón (Lantaron), chapoteó en los pioneros «resorts» marinos de Las Arenas, Bermeo o Lekeitio y comió en todos ellos.

Como no quiero ser menos que don Luis yo también voy a sacar una serie veraniega: seguiremos sus pasos para ver qué y cómo se comía (¡o cuantísima agua se bebía!) en algunos de aquellos antiguos lugares turísticos. Glú glú y salud para todos.

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