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Podemos asumir, creo que con poco miedo a equivocarnos, que el pasajero procedente de Dubái a quien hace poco le requisaron 1.250 gramos de caviar beluga en el aeropuerto de Bilbao se creía muy listo. O eso, o era muy inocente tirando a tonto, porque ya me dirán ustedes cómo si no viene alguien desde Emiratos Árabes Unidos acarreando cuatro mochilitas isotérmicas, con su correspondiente gel congelado para conservar en frío, y once latas de este carísimo producto. Eso no pasa sin querer. Primero lo contó la Guardia Civil de Bizkaia en sus redes sociales y luego lo recogieron éste y otros periódicos, pero nos faltan muchos detalles jugosos sobre la noticia. ¿Estaban las latas ocultas de alguna manera? ¿Iban en una maleta facturada o a lo loco, como equipaje de mano? ¿Eran para mercadear o para consumo propio? ¿El viajero se hizo adecuadamente el longuis?
Igual creía que le bastaría con pagar aduanas y no sabía que el esturión beluga (y por ende su carne, sus huevas y su todo) está en peligro crítico de extinción, de modo que su comercialización está fuertemente restringida por un tratado firmado por 183 países. La Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas, más conocida como CITES por sus siglas en inglés, regula la compraventa de animales y plantas salvajes y se encarga de aplicar diversos controles a su exportación e importación. Como el famoso pasajero de Dubái no traía ningún permiso CITES para introducir caviar beluga en España, se lo confiscaron y de un plumazo perdió unos 2.800 euros. A los que somos pobres de corazón nos puede parecer un potosí, pero en realidad era un chollo.
Aunque la Guardia Civil publicó un vídeo de la operación con las etiquetas de las latas convenientemente desenfocadas, no me ha sido difícil identificar la marca. Con sede en Dubái y piscifactoría en Talesh (norte de Irán), vende el caviar del mar Caspio a unos 8.600 dirhams emiratíes el kilo, que al cambio son 2.226 euros. Teniendo en cuenta que en España y con permisos en regla el mismo producto cuesta casi tres veces más, el negocio iba a ser redondo... hasta que intervino la ley.
Probablemente algún lector esté pensando con honda pena en qué será del pobre caviar requisado, en si lo comerá alguien o si habrá acabado en la basura. Siendo sincera, a mí me da absolutamente igual: me parece un alimento sumamente desagradable. Será que tengo paladar proletario, porque aunque lo he probado supuestamente bueno en un par de ocasiones, todo en él —aspecto, textura, sabor e incluso sus connotaciones culturales— me tira para atrás. Me consuela saber que una de mis musas compartía mi opinión. A María Mestayer, nuestra querida marquesa de Parabere, no se la puede acusar de haber sido tosca en sus gustos o de no haber sabido comer, y sin embargo aborrecía el caviar. Creía que era una comida repugnante con todas las letras, pero sus preferencias personales no impidieron que tanto en sus libros como en sus colaboraciones en prensa ofreciera recetas a base de caviar. En enero de 1930, por ejemplo, explicó a los lectores de su sección de cocina en diario Excelsior que esta semiconserva de huevas de esturión saladas era muy cara debido al alto coste de su importación desde Rusia, pero que podían encontrarla a la venta en el ultramarinos de Arrarte (c/ Correo 18, Bilbao), especializado en productos extranjeros.
Por aquel entonces el caviar estaba a punto de vivir un curioso auge. Si hasta ese momento los únicos vascos que lo habían catado eran los muy ricos y cosmopolitas o quienes triunfaban como pelotaris en La Habana o Shanghai, a partir de 1932 no hizo falta ir a buscarlo tan lejos. Y dio la casualidad de que el primer caviar made in Spain se degustó en casa de un vizcaíno, fruto de una idea concebida por un empresario de origen vasco: elaborar caviar tal y como se hacía en Rusia o Irán pero con esturiones del Guadalquivir.
La iniciativa fue de Jesús Ybarra Gómez-Rull (1897-1979), miembro de la rama sevillana de los Ybarra, y de conejillos de indias hicieron su primo el bilbaíno Pedro Zubiría Ybarra y un cocinero francés que trabajaba para él, Auguste Preney. La primera cata no fue maravillosa, pero sí tan prometedora como para que Ybarra contratara a un ictiólogo ruso y montara una factoría en Coria del Río (Sevilla). En ella se produjo caviar hasta el año 1970.
Curiosamente el caviar que más cola trajo en Euskadi no fue de Ybarra, sino traído fresco desde Moscú. Lo sirvieron en la cena de gala que el 2 de mayo de 1933 le ofreció la Diputación Foral de Bizkaia al presidente de la República Niceto Alcalá-Zamora, de visita por tierras vascas. También hubo salmón del Bidasoa, pulardas y foie-gras, pero fue la presencia del carísimo caviar en el menú lo que desató la polémica. ¿Cómo podía un republicano progresista aceptar tal dispendio?
El periódico El Liberal de Bilbao, por entonces propiedad del socialista Indalecio Prieto (quien también había asistido a la cena), salió al paso de las críticas aduciendo que si Alfonso XIII había comido caviar siendo jefe del Estado, también debía poder hacerlo Alcalá-Zamora. Al final admitían que sí, que era «delicioso, pero no sé si compensa el remordimiento de haber comido un manjar esencia de burguesía, algo así como huevas de capitalista. Después de haber hecho esta concesión al lujo, cómo va hablar uno de reivindicaciones sociales?». Seguro que el que venía de Dubái con once latas no tenía esos escrúpulos.
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