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Sirve a la vez de tasca, comedor de diario y garito noctámbulo los fines de semana, cuando se queda abierto hasta las tantas. Una vieja bola de discoteca colgando del techo le delata, pero un miércoles al filo de las tres de la tarde la taberna Irusta ofrece un ambiente apacible e inofensivo. Tras la barra, nos recibe Mikel Etxebarria mientras sirve una ronda de tintos. Con un leve cabeceo, nos indica la dirección del comedor.
La sala tiene las hechuras de un cuartito de costura donde apenas caben tres mesas, una de las cuáles hace las veces de gueridón. Cuatro paredes llenas de desconchones, una ventanita desvencijada, fotos antiguas, cajas de vino y un puñado de recuerdos componen la escena. La antítesis de esos interiores de firma que se estilan en la capital.
Entra una señora arrastrando las zapatillas con pasitos cortos y un plato en cada mano. Los descarga en la mesa vecina, donde es recibida con sonrisas y parabienes. Al volverse hacia nosotros, nos dirige una mirada maternal y se encoge de hombros. «¿Hoy qué nos das?», preguntamos anhelantes. «Alubias, había vainas, pero se han acabado», anuncia Begoña, que así se llama la guisandera. Queda el fondo de la cazuela y le pedimos que nos lo traiga. apenas cuatro judías flotando en una sopita espesa que calienta el espíritu.
Las alubias, de caldo gordito y generoso, saben a gloria, pero ella no parece muy satisfecha: «Me he distraído y se me han roto un poco, no están como a mi me gustan». Las anchoítas albardadas, tersas y resplandecientes, compensan cualquier falta. Mientras las paladeo, mi compañero de mesa se zampa un lomo con patatas fritas que no tiene nada y lo tiene todo. Nos peleamos por el último flan, pero como es mi primera visita, me lo cede. Desde que aquí le mando un sincero agradecimiento, pues es el mejor flan que he probado en mucho tiempo.
Apuramos el café mientras le tiramos a Begoña de la lengua. Montó el Irusta en Larrabetzu junto a su marido Ramón en 1965, el año que se casaron, y entre esta barra y estos fogones ha criado a su familia. Nació en un caserío de Lemona y desde bien jovencita está acostumbrada a sacarle chispas a lo que tuviera a mano, fuera una gallina vieja, los restos de la matanza o unas verduras de invierno. Su cocina es intuitiva, cuidadosa y paciente. Pela laboriosamente las vainas, pocha la cebolla durante horas y distingue la carne buena por el tacto. Los sábados embota tomate para toda la semana y los domingos hace rabas para medio pueblo. Antes daba cenas a la carta, pero hace tiempo que pasó de los 80 y «no está para muchos trotes». El menú cuesta 15 euros, 17 si se sirve en la terraza, pero les aseguro que resulta impagable.
Entre los muros de la taberna Irusta ha pasado Begoña las últimas seis décadas. Aquí echó los dientes su hijo Mikel, que hoy trabaja con ella mano a mano. Madre e hijo se las apañan para ofrecer a diario un menú a base de recetas de siempre, tratadas con un esmero doméstico que enternece. Vainas con patatas, garbanzos con berza, pescadito rebozado, falda en salsa o unos morros antológicos que Begoña ya solo prepara por encargo componen el repertorio de una casa en la que, a golpe de vista, nadie diría que estamos en este loco 2025.
Dirección: Askatasuna, 10. Teléfono: 944 55 84 77
Menú del día: 15 € (17 € en terraza).
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