Remelao, el helado de Bilbao
Durante la segunda mitad del siglo XIX la capital vizcaína vivió el auge (y la posterior caída en desgracia) de los carritos de helados
No se les ocurra quejarse de que hace mal tiempo: recuerden la calorina que pasamos el año pasado y disfruten de un verano a la ... vieja usanza, con sus brumas y sus lluvias ocasionales. Así eran los antiguos estíos vascos, con la chaqueta siempre a mano y la consiguiente alegría cuando, de repente, un día salía lo suficientemente bueno como para ir a la playa. Así que no se me quejen. Miren si no cómo se las gastaban los veranos de antaño en la imagen que hoy nos acompaña, tomada allá en torno a los 50 por el fotógrafo vitoriano Germán Elorza (1910-1983). Llueve a raudales en la bilbainísima calle Hurtado Amézaga, pero eso no evita que un chaval cubierto de cabo a rabo con chubasquero sueñe con tomarse un helado.
Los carritos o puestos ambulantes de helados habían llegado a Bilbao casi un siglo antes. Aunque en la capital vizcaína ya se conocían la limonada de txakoli, la horchata y otras bebidas granizadas, los helados cremosos (o quesos helados, que es como se llamaban entonces) seguían siendo una rareza gastronómica, propia de menús especiales o de exquisitos establecimientos de estilo europeo como el Café Suizo de la Plaza Nueva. Sun fundadores, Pedro Franconi y Francisco Matossi, habían revolucionado la hostelería bilbaína a principios del XIX gracias a su elegante local, su refinado servicio y su oferta cosmopolita, que incluía desde licores espirituosos a pasteles o cremas heladas. Los suyos forman parte de la larga lista de apellidos extranjeros (sobre todo suizos, italianos y franceses) que empuñaron el timón de la heladería vasca en sus comienzos: Pozzi, Mazzoni, Pomposi, Cerutti, Rosche, Bonaran... Fueron vendedores de esas mismas nacionalidades quienes también popularizaron el helado entre las clases populares. El desarrollo de la industria del hielo y la apertura de la primera fábrica de ídem en Bilbao –en La Naja, en 1877– permitieron abaratar la elaboración y venta de helado hasta extremos hasta entonces insospechados, de manera que en las calles de la ciudad comenzaron a aflorar los heladeros ambulantes.
Mantecado callejero
Fue uno de ellos, francés para más señas, quien introdujo sin querer en el vocabulario bilbaíno un nuevo término específicamente referido al mantecado callejero: «remelao». El origen de esta palabra lo contó nuestro viejo amigo don Emiliano de Arriaga en su 'Lexicón etimológico, naturalista y popular del bilbaíno neto' (1896), indicando además que era un vocablo relativamente moderno. Remelao fue el sobrenombre de un señor «venido de las Galias que con un tenderete de hojalata y vestido de marmitón, cruzaba las calles dando ese grito con el que quería pregonar crema helada y decía con acento muy francés y redoblando mucho la r: ¡Crrrrrrrrem... elao!». Tuvo tanto éxito y tantos imitadores que los niños (y con ellos, todos los bilbaínos) adoptaron rápidamente «remelao» como sinónimo de helado comprado en la vía pública. Se servía en «fulla», que era otra palabra del habla típica de Bilbao y significaba «barquillo», pero desgraciadamente don Emiliano no llegó a explayarse sobre su forma así que no sabemos si los barquillos del remelao eran de tipo cono, tulipa o galleta. Lo que sí dijo de los remeladores es que «resultó que daban veneno con el mantecado en fulla, vamos, que resultaron fulleros de verdad y fueron puestos a la sombra, con lo cual desaparecieron todos los efímeros remelaos».
Adulterados
Aunque no he podido encontrar intoxicaciones alimentarias documentadas, los heladeros ambulantes levantaron las suficientes sospechas sobre la higiene e ingredientes de su producto como para que en 1894 el Ayuntamiento bilbaíno ordenara al laboratorio químico municipal un análisis exhaustivo del remelao «que se vende por las calles de la villa y las sustancias con que se realiza, con objeto de comprobar si suponen algún peligro para la salud». Los resultados no fueron buenos. Se comprobó su «naturaleza no apta para el consumo» y se retiraron las licencias de venta al público, abocando a los comerciantes a abandonar su trabajo o a abrir una heladería con obrador y emplazamiento fijos.
Sin embargo el remelao no cayó en el olvido. Andando el tiempo y con suficientes medidas higiénicas de por medio acabó volviendo a las calles del Botxo y además se negó a abandonar la jerga popular. El periodista bilbaíno Jacinto Miquelarena (1891-1962) siguió usando durante toda su vida aquel término aprendido en su infancia y lo usó por ejemplo en su libro 'Pero ellos no tienen bananas: el viaje a Nueva York' (1930) para referirse a los helados con los que los camareros neoyorkinos preparaban fabulosos batidos. A lo largo de este verano prometo hablarles aquí de los herederos del remelao, de batidos coronados con guinda y hasta de un jugador del Athletic que compaginó el fútbol con la heladería. ¿Qué importa que llueva un poco, habiendo helado?
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