Derecho a decidir
Corren malos tiempos para el menú degustación. Considerado durante años como el epítome del refinamiento, arrastra últimamente cierta mala prensa. No solo entre el público, ... que reclama recuperar su derecho a decidir lo que come, sino también entre un sector de la crítica gastronómica, que profetiza el fin de la dictadura de los chefs.
No seré yo quien discuta que pasear la vista por la carta de un restaurante y elegir a capricho es uno de los grandes placeres de la vida. Para mi gusto, en el proceso debe mediar una conversación con el camarero –o con el chef, si tiene a bien acercarse a la mesa– para elegir con conocimiento de causa, no solo según las apetencias. Si el que toma nota sabe escuchar y el que se sienta a la mesa es medianamente flexible, juntos pueden acuñar una comanda perfecta.
Pero visto el estado de opinión en contra, mi espíritu de la contradicción me empuja a romper una lanza en favor de las denostadas degustaciones. Bien administrada, esa minuta compartida puede ser una magnífica presentación del estilo de la casa, evita el importante desperdicio de alimentos que, por definición, genera el servicio a la carta y se ajusta mejor a los vaivenes del mercado y de la temporada, ofreciendo los ingredientes en su mejor momento.
El problema, como siempre, son los excesos y la mala praxis: cuando el menú se convierte en un 'tour de force' a mayor gloria del ego del chef; cuando se hace sin mesura o despreciando una buena digestión; cuando hay pases de relleno cuya única intención es inflar el precio; o cuando, bajo la etiqueta de creatividad, se esconde una preocupante falta de ideas.
Pero no conviene perder de vista al defender la carta, que la posibilidad de decidir es un fenómeno bastante reciente. Los restaurantes tal como los conocemos existen desde el siglo XVIII, y elegir a partir de un repertorio variado es una costumbre burguesa que se consolidaría ya en el XIX. A lo largo de la historia, lo normal ha sido que el cocinero –la cocinera, más bien– pusiera en el plato lo que había preparado ese día, en función de la huerta, la caza o el mercado.
Al fin y al cabo, sentarse a la mesa no debería ser una lucha de poder, sino un ejercicio de confianza.
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