Con el cántaro a la fuente
Antes de que hubiera agua corriente en las casas una de las tareas femeninas más importantes (y pesadas) fue la de acarrear agua sobre la cabeza en herradas y pedarras
Seguro que han visto la escena en alguna película de época: una sufrida jovencita es obligada a andar con un libro sobre su cabeza (sin tirarlo, claro está) para aprender a caminar «como una dama». Lo curioso es que si la señorita en cuestión hubiera nacido en un baserri en vez de en una mansión victoriana se hubiese ahorrado ese estricto entrenamiento porque llevaría los andares rectos de serie. Las mujeres vascas de clase trabajadora, ya fueran aldeanas o urbanitas, estaban acostumbradas a tener que llevar peso sobre sus testas e iban siempre erguidas como una vara.
Desde pequeñas aprendían a manejar el rodete, sorki o rodana, una rosca acolchada de tela que se colocaba encima de la cabeza y servía para apoyar y amortiguar pesos sin romperse la crisma. Sobre aquel apoyo se colocaban cestas, calderos, botijos, cajas y otras muchas cosas que pesaban lo suyo y requerían de un perfecto equilibrio por parte de la porteadora para no venirse abajo. En ocasiones la carga podía asegurarse con una mano pero lo ideal (y lo más práctico) era aprender a llevarla de tal manera que los brazos quedaran completamente libres... para poder acarrear más cosas en ellos.
Maestras del rodete fueron las sardineras, las cargueras de carbón o bacalao, las lecheras, las vendejeras y en general cualquier mujer que necesitara llevar algo pesado encima. Como el agua, por ejemplo.
Estamos tan acostumbrados a no tener nada más que hacer que abrir el grifo para conseguir agua que nos cuesta pensar en los miles de años en los que no existió ese lujo. El agua era un recurso absolutamente esencial que la gente tenía que ir a buscar adonde la hubiera: un manantial, un río, un pozo o una fuente. No sólo hacía falta agua para beber sino también para cocinar, fregar, lavarse e incluso para apagar fuegos.
20 litros en la cabeza
A esto último obligaban desde la Edad Media las ordenanzas de muchas localidades vizcaínas, mandando que «todos los vezinos e moradores desta villa que mantienen casa sean tenidos de tener en su casa cada noche sendas ferradas de agoa» (Gernika, 1455) o que «los vesinos e besinas desta villa, luego que oyeren el apellido de fuego, ayan de enbiar sus moças e criadas con sendas erradas o sartanes o vazijas con agua» (Bilbao, 1500). En otras se especificaba que, por si acaso, «estas dichas herradas cada noche las tengan llenas de agua desde que anocheçiere fasta el alba o a lo menos tenguan agua fasta la meytad».
También llamada ferrada, ferreta, edarra, ederrea, erradie, perra, rada, subilla o usula, la herrada era un recipiente de uso doméstico en el que se transportaba y contenía agua. La que ven ustedes en la litografía de aquí arriba era la más habitual de ellas, de aspecto troncocónico y formada por tablas de madera unidas por varios aros de metal, como si fuera un barril. En Bizkaia y algunas partes de Araba había también herradas fabricadas enteramente en metal y con forma de calabaza, pero lo importante no era su apariencia ni su material, sino el uso que se les daba: servían casi exclusivamente para transportar agua desde la fuente hasta las casas y una vez allí, conservarla.
Tenían un tamaño tan estándar que sirvieron como medida de líquidos equivalente a diez azumbres o, lo que es lo mismo, unos 20 litros. Más o menos la misma capacidad tenían las pedarras o pegarras, cántaros de barro con forma de tetera aplastada, boca estrecha y pitorro alto que a finales del siglo XVI ya llamaban tanto la atención de los extranjeros como para aparecer, dibujados sobre la cabeza de una doncella vasca, en el atlas 'Civitates Orbis Terrarum'.
Tarea femenina
Ir hasta la fuente, llenar el recipiente y llevarlo de vuelta a casa era una tarea dura que se realizaba varias veces al día y que era exclusivamente femenina. Los hombres ni la olían y quizás por eso hicieron algo tan absurdo como romantizarla, convirtiendo el acto de acarrear agua y sudar la gota gorda bajo su peso en algo bucólico.
Telesforo Aranzadi escribió en 'Etnología y antropología del país vasco-navarro' (1911) que «mucho contribuye a la esbeltez y aire erguido de la vascongada su costumbre de llevar, apoyado en un rodete sobre la cabeza el azafate con la vendeja o la compra, la herrada o el cántaro», mientras que su primo Miguel de Unamuno apuntó en 'Paz en la guerra' (1897) que la mujer vasca «lleva sobre su cabeza la herrada con anclada soltura, ágil y fuerte, con la gracia reposada del vigor, asentándose en el suelo como un roble, con la elegancia del fresno, la solidez de la encina y la plenitud del castaño». Me hubiera gustado ver cuán elegante hubiese parecido don Miguel cargando veintipico kilos sobre la mollera.