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Interior de la bodega de Olalluri, con Telmo Rodríguez, uno de los productores, al fondo. Igor Aizpuru
Viaje al corazón de Las Beatas, un vino puntuado con un 100... la perfección

Viaje al corazón de Las Beatas, un vino puntuado con un 100... la perfección

Compartimos una jornada en las viñas y en la bodega de Ollauri con Telmo Rodríguez y Pablo Eguzkiza, patrones de esta pócima inolvidable

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Lunes, 9 de abril 2018, 15:50

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Cada gota de este vino es un tesoro. Tan escaso que no se puede desperdiciar ni un sorbo. Telmo Rodríguez Hernandorena (Irun, 1952) devuelve a las barricas lo que sobra tras haber catado en el útero de esta bodega del siglo XVII el tinto que dará lugar a un nuevo Las Beatas. «No me gusta tirar ni una gota», susurra el viñador.

Este vino es un filtro mágico, una pócima inolvidable que se adhiere a la corteza cerebral una vez que lo has probado y que se vuelve inmortal en el laberinto de tus neuronas. Moléculas de eternidad que trascienden el tiempo y el espacio. De Las Beatas 2015, el vino que Luis Gutiérrez ha calificado con 100 puntos Parker en la publicación Wine Advocate, apenas se hicieron 1.500 botellas. A 150 €, «un precio que permite a tres amigos amantes del vino comprarse una botella y disfrutarla», dice. Pero ya no hay ninguna a la venta. Las supervivientes aguardan, en bodegas privadas o restaurantes, el momento de ser descorchadas, a la espera de un instante glorioso, de un invitado que se las merezca...

«Del XVII y es una bodega perfecta»

100 puntos es la perfección. Y este Jueves Santo estamos en el interior de la máquina del tiempo, del «reactor», capaz de transformar el mosto en un milagro místico. La bodega es una construcción excavada bajo tierra en Ollauri que conserva las antiguas levaduras y la marca de las escodas de los canteros en los dorados bloques de arenisca colonizados por mohos con tres siglos de vida. «Nos ha llevado años entender el funcionamiento de esta maquinaria», cabecea Rodríguez. «Estas bodegas antiguas son insuperables. Nuestro trabajo ha sido comprenderlas, saber el modo de hacer vino en ellas. Nos hemos obligado a entender cómo se trabajaba antes», argumenta. Hasta trajeron de la universidad de París a un experto en detectar energías y flujos telúricos. «Nos dijo que era la bodega perfecta», dice Pablo Eguzkiza. Aquí debajo, en el calado, no hay corriente eléctrica (la luz, escasa, llega por un circuito cerrado) ni flujos magnéticos que interfieran en la actividad de las levaduras, como en un gigantesco sarcófago donde germinan los sabores.

Telmo Rodríguez y su socio Pablo Eguzkiza. Las viñas de Las Beatas y un detalle de la bodega. Igor Aizpuru
Imagen principal - Telmo Rodríguez y su socio Pablo Eguzkiza. Las viñas de Las Beatas y un detalle de la bodega.
Imagen secundaria 1 - Telmo Rodríguez y su socio Pablo Eguzkiza. Las viñas de Las Beatas y un detalle de la bodega.
Imagen secundaria 2 - Telmo Rodríguez y su socio Pablo Eguzkiza. Las viñas de Las Beatas y un detalle de la bodega.

«Es un mensaje a los jóvenes: con dos hectáreas puedes hacer el mejor vino y vivir de él»

«Mi objetivo ha sido recuperar esta reliquia, un museo de la viña con 11 variedades»

Mientras probamos el vino, Telmo manda un aviso rotundo. Más allá del éxito personal que proporcionan esos 100 Parker para Las Beatas, estos vinos, asegura, pretenden «volver a dar dignidad al trabajo de viticultor». «Es un mensaje a los jóvenes. Si tienes un par de hectáreas de buenas viñas de tu padre puedes dedicarte a hacer el mejor vino y vivir de ello. Estos 100 puntos son un incentivo para trabajar así. Las grandes bodegas han obligado al viticultor a trabajar mal, a preocuparse solo de la cantidad», denuncia Rodríguez.

Spoon, la terrier de pelo corto, brinca al interior del Land Rover blanco. Pasamos al lado de la bodega de Paternina donde Hemingway se reponía de Sanfermines. Nos dirigimos al viñedo, situado en las afueras de Labastida. Son pequeñas parcelas aterrazadas, con viñas retorcidas que, estos días de primavera, lloran por los brotes nacientes. Al frente, almendros y romeros en flor, los meandros del Ebro, el caserío de San Vicente y Briones y, a lo lejos, las nieves del San Lorenzo. A nuestra espalda, Sierra Cantabria con la pelada mole del Toloño y las ruinas de un templo romano... Telmo nos enseña un lagar rupestre, una oquedad excavada en el granito donde hace mil años los hombres ya preparaban un mosto sin color que recogían en odres y pellejos para llevarlo a sus casas. «El vino entonces era un producto de todos los días, como el pan... Aquí hay restos del siglo VII. ¡Esto en Francia sería un gran crudo!», se maravilla. «Pero estos viñedos mágicos se han abandonado. Nuestro trabajo ha sido buscar y recuperar estos terrenos excepcionales», remarca.

Diez años por las cañadas reales

Hace un cuarto de siglo que Telmo (con los sentidos alerta tras haber pasado diez años recorriendo junto a su padre las antiguas cañadas reales buscando viñedos perdidos con idea de escribir un libro que nunca se publicó) compró a Fortunín (en tres plazos) las 0,8 hectáreas aterrazadas de un pago llamado Viñas Viejas. «Es un paisaje que te estremece al verlo», susurra Telmo mientras caminamos hacia Las Beatas. Se trata de pequeñas terrazas con viñas plantadas en vaso que ocupan las distintas orientaciones del monte, como un jardín zen. «Hay nueve alturas y todas las orientaciones posibles; esto es lo que hemos estado buscando toda la vida», resume. Nos quedamos en silencio, admirando el trabajo de generaciones de hombres que domesticaron la Naturaleza con sus manos. Uno siente algo especial pisando estas tierras arenosas donde se asientan parras grises, cuajadas de líquenes, memoriosas y prudentes.

Algunas viñas tienen acodos hechos con madera de encina y de chopo, para guiarlas y evitar que se desplomen. A otras les han hundido un brazo en la tierra para obtener un vástago unos pocos metros más atrás, justo al borde de la ladera. Carlos Alberto Martins, portugués de Maçedo, es el encargado de cuidar esta viña tirando de brazos y morisca, como se hizo siempre. «Son gestos de viticultura, un orgullo», apunta Telmo Rodríguez. A lo lejos, en hondonadas y desmontes ganan terreno las viñas alambradas en espaldera, que transforman el horizonte con sus brillos metálicos y se vendimian con máquinas. Otra historia. «Creemos en nuestro país y en nuestro paisaje; parece que hemos vivido siempre acomplejados por lo que había fuera. Estamos demostrando que es posible hacer muy buenos vinos en La Rioja; somos hijos de una cultura», advierte dejando de lado los modelos de producción intensiva, los millones de botellas con identidad escasa que producen los grandes grupos bodegueros de la comarca.

«Uva más cara que en Margaux»

Pero, aquí, como si fuera un jardín, Carlos (que pasó cinco años aprendiendo el oficio del ya fallecido Manín Pérez Nadal) abre regatas para que corra el agua, arranca sarmientos, cava cada viña... «Hacer un kilo de uva aquí cuesta cuatro veces más que en Château Margaux (el mítico viñedo del Médoc francés)», dice. «Desde que encontré este viñedo con talento empecé a trabajar con héroes, con personas que habían resistido, que no habían arrancado las viñas y habían buscado una vida más cómoda. Mi gran objetivo desde entonces ha sido recuperar esta reliquia, este museo de la viña donde conviven 11 especies distintas. En La Rioja llegó a haber 70 variedades diferentes que se han perdido», se lamenta.

Vinos sin cosmética

Esta bodega del siglo XVII, excavada bajo el suelo de Ollauri (en las cercanías de Haro), es para Telmo Rodríguez «una máquina perfecta» para hacer vino. Su trabajo, confiesa, ha sido «entender» la manera de elaborarlo. Se ven los dos fudres de 1.200 litros para Las Beatas, las barricas de roble francés para vinos como Tabuérniga o El Velado y un nicho con viejas añadas.

El viñedo original ha sido ampliado hasta las 1,9 hectáreas con cepas que son guiadas con echalas (rodrigones) de acacia. En nada, las parras más jóvenes serán protegidas con conos de terracota torneados por un alfarero extremeño. Entre las viñas (como en toda la comarca estos días) destacan las flores blancas de una omnipresente crucífera parecida a la colza. En pocos días, cuando entren en acción los herbicidas de la producción intensiva, el suelo perderá su viveza, su color.

Nos dirigimos a Remelluri, la antigua granja del monasterio de Toloño, con su ermita decorada con cuadros de Vicente Ameztoy (Telmo sirvió de modelo para San Ginés), sus lagares rupestres y su necrópolis medieval con restos de guerreros de la Reconquista. Alan, un pelirrojo vecino de Labastida que en pocas semanas irá a completar su formación vinícola en Burdeos, trastea en la cocina. «Estos chavales son el futuro de Rioja», dice Telmo. Comemos con la familia en Remelluri, sentados a la antigua mesa de madera de una sola pieza, blanqueada y desgastada por los años y la limpieza. El viñador abre un Las Beatas de 2014 traído como una joya rara desde Ollauri. Silencio. «Es un talento mundial», se escucha. Todos bebemos vino en un ritual emocionado.

El hijo pequeño ha sacado de la bodega un Clos Rognet y los críos juegan a distinguir a ciegas el Pinot del Borgoña de las once variedades de uva que componen Las Beatas. «¿Cómo reconoces el talento? Una viña vieja, un vaso estrecho, determinada densidad... no es suficiente. Es algo intuitivo, mágico. Es como cuando era niño e iba con mi padre a llevar los racimos recién vendimiados a la bodega. Los agricultores nos decían 'aquí llegan las uvas que huelen a romero'».

De la tierra

Telmo Rodríguez entre las viejas viñas de Las Beatas, un término en el que han ido recuperando las terrazas que adquirió hace 25 años (pagándole en tres plazos) a Fortunín. «Es un paisaje que te estremece. Se lo compré a un hombre mayor que no podía trabajarlo ya y le prometí que, aquí, nunca entraría una máquina», dice. Las 1,9 has. son laboradas a mano por Carlos Alberto Martins quien aprendió el oficio del difunto Manín Pérez Nadal. Debajo, Telmo Rodríguez abre una botella de Las Beatas 2014 junto al fuego bajo de su casa en Remelluri, comprada por su padre, Jaime Rodríguez Salís, en 1967. Entonces no había ni electricidad. La familia se desplazaba a San Vicente de la Sonsierra en un carro tirado por mulas, con los niños cubiertos por mantas.

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