La vergüenza afgana y las guerras de EE UU
La ocupación de este inhóspito país estaba condenada al fracaso por la falta de determinación para asentar la paz y la democracia
Estados Unidos ha abandonado Afganistán frustrado, con una clara sensación de fracaso que nunca reconocerá y con su credibilidad por los suelos en un momento ... en el que el eje chino-ruso cuestiona claramente su primacía mundial. Los ciudadanos del país asiático quedan desamparados, las mujeres aterradas ante lo que se les viene encima otra vez y los talibanes se muestran encantados con la pifia estadounidense. Y para colmo se repite la imagen del helicóptero que simbolizó la evacuación de Saigón y el fracaso militar en Vietnam. El pasado domingo despegaba del tejado de la embajada norteamericana en Kabul para trasladar a sus funcionarios al aeropuerto mostrando al mundo el pánico ante el regreso talibán y destrozando el mito de la evacuación tranquila y sosegada.
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Veinte años, la gigantesca base militar de Bagram, cientos de miles de muertos y más de dos billones de dólares no han servido para nada. El derrocamiento de los talibanes en 2001 por parte de Estados Unidos y la OTAN suena ahora, tras lo que se avecina, como una broma de mal gusto que pagarán millones de personas. ¿Pero qué importa? Lo que pretendió George W. Bush con su guerra al terrorismo y a Al-Qaida -y que continuaron sus sucesores Barack Obama, Donald Trump y ahora Joe Biden- era trasladar una imagen de firmeza ante el atentado de las Torres Gemelas y el fiasco de sus innumerables agencias de espionaje. La verdadera razón de su «huida» la recogía en un informe de 2019 'The Washington Post' al denunciar que la potencia estadounidense escondía la evidencia de que luchaba en una guerra que no podía ganar.
¿A quién no le suena esto cuando desde la Segunda Guerra Mundial las más importantes acciones bélicas de EE UU han terminado siempre en derrota, dejando países destrozados y mejorando el hábitat del terrorismo internacional? Y algún día hablaremos de la OTAN, esa organización a la que Washington ha utilizado en conflictos militares de dudoso resultado, que nos cuesta un riñón a los ciudadanos de los países que la integran y cuyos logros distan enormemente de sus pretensiones. La potencia estadounidense ha vivido siempre en un estado permanente de guerra, que se convirtió en consustancial al espíritu de sus gobernantes cuando las inversiones en su ingente industria militar secuestraron gran parte del gasto federal discrecional y del Estado de seguridad nacional. Hablamos de billones de dólares anuales. Cuando Biden anunció la retirada de sus últimas tropas de Afganistán, el Pentágono informaba de un nuevo incremento del presupuesto militar. Ante un panorama como éste, ¿quién se cree que la potencia estadounidense no buscará, o provocará, nuevos conflictos en los que intervenir?
Con lo que se avecina, el derrocamiento de los talibanes en 2001 suena ahora como una broma de mal gusto
La rueda no se puede parar. Así ha sido desde 1941; así ha sido desde Corea (1950-1953), Vietnam (1954-1975), con el añadido de Camboya y Laos, las guerras del Golfo (1991 y 2003), la calamitosa invasión de Irak (2003) y la Guerra Global contra el Terror (desde 2001); así ha sido desde pequeños conflictos como Bahía Cochinos (1961), República Dominicana (1965), Líbano (1983), Granada (1983), Yugoslavia (1999), Siria (2011), etc. Y así ha sido desde las constantes tentativas e intervenciones de la CIA en otros países (China, Guatemala, Irán, Nicaragua, El Salvador, revoluciones de colores en países de la extinta URSS, etc.). Para todo esto sirve un presupuesto militar que supera la suma del de los diez siguientes países en el ranking, incluyendo China y Rusia. No olvidemos que los intelectuales estadounidenses, sobre todo los que están cerca del centro del poder en Washington DC, entienden la guerra y la intervención militar como el fundamento y la base de su análisis de la política exterior.
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Estado de guerra permanente en pro de una guerra interminable. Esto explica la única realidad de la tragedia afgana: la de que dos décadas después de la invasión y ocupación del país por parte de la coalición internacional que lideró EE UU nos encontramos con el epitafio de una aventura condenada al fracaso, entre otras razones, por la falta de determinación de asentar la paz y la democracia en este inhóspito territorio. Afganistán ha sido reconquistado por los talibanes y el corrupto e inepto Gobierno de Ashraf Ghani y Abdulá Abdulá ya es historia. Lo que no es historia son las consecuencias que la restauración por Haibatullah Akhundzada del Emirato Islámico de Afganistán tendrán para sus ciudadanos y para el resto del mundo.
Nadie se acuerda ya del triste destino de las mujeres afganas. Las palabras sobre ellas, las que legitimaron la invasión, se las ha llevado el viento. La Constitución afgana de 1987 que otorgaba iguales derechos a mujeres y hombres, la del presidente asesinado Mohammed Nayibullah y su Partido Democrático del Pueblo de Afganistán (1987-1992), no es ni un recuerdo para quienes sufrirán en sus carnes la intolerancia extrema.
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Pero a Biden esto no le preocupa. Es la geopolítica, unos ganan y otros pierden. Su verdadera y única visión es la de limpiar y restablecer la reputación de su país, la crisis de su democracia y la desastrosa gestión del Covid-19. Con ello pretende encubrir los desastres afgano e iraquí y la ausencia de rentabilidad política y geoestratégica de ambas acciones. Dos países arrasados, una devastación material incalculable y unas pérdidas humanas escalofriantes son asumibles para el gran sueño americano.
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