El otro día, visitando El Capricho de Gaudí, intentaba acceder a la gruta del jardín cuando me lo impidió un enorme trípode. Tras él, un ... fotógrafo. Será un colega haciendo un reportaje gráfico, pensé... Pero de pronto el tío sale raudo de detrás del objetivo, se coloca enfrente, abraza a su 'churri' y los dos se funden en un profuso morreo mientras la cámara no para de disparar 'flashes'. Y el resto, qué remedio, esperando a que terminara aquella especie de 'multiselfi' con trípode, una variedad que resulta mucho más 'pro' (prolongada y molesta) del ya de por sí estomagante arte de la autofoto.
Miro hacia el balcón de la torre y allí otros dos tortolitos (uno de ellos con el brazo extendido) se estaban inmortalizando con el móvil dándose un piquito de tiernos pichones. Intento acercarme al invernadero y me lo encuentro plagado de visitantes posando lo mismo ante un ficus que ante un geranio... Yo de verdad solo quería ver la famosa casa diseñada por Gaudí, pero allí la gente estaba mayormente a verse a sí misma. Lo raro es que no intentaran rematar la faena arañando con una llave los ladrillos de la fachada para grabar sus iniciales. Que la tontería domina el mundo es un hecho constatable.
En estas cortas (perdón por la redundancia) vacaciones no he dejado de maravillarme con las asombrosas y a menudo extravagantes formas que puede llegar a adquirir el comportamiento humano ante cualquier monumento. Y todo por el síndrome del 'Yo he estado aquí', otro que añadir al de las piernas inquietas, el ojo seco, el posvacacional... Y, ahora, el de la cara vacía, producido por el supuesto temor a la ausencia de la mascarilla. «Tenemos que reconectar con nuestras facciones», dicen los expertos. Y yo, después de ver esa inagotable catarata de selfis, pregunto: ¿Todavía más?
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión