Le doy las gracias a la vida por permitirme estar aquí ahora mismo». «¡Qué maravilla!». «Es un sueño hecho realidad». «Estoy en 'shock', me tiemblan ... las piernas, a mí me va a dar algo, te lo juro...». Creo que la noticia de la completa y total erradicación de la pandemia del coronavirus en el mundo no habría causado el mismo grado de entusiasmo, paroxismo, exaltación, arrebato y frenesí que demostraron Los Javis y Paz Vega tras haber sido testigos de la actuación de Isabel Preysler disfrazada de Gatita en el concurso Mask Singer. Es más, dudo que una invasión extraterrestre vivida en directo en ese plató hubiera generado siquiera la mitad de aspavientos y taquicardias de los allí registrados después de que la novia de Vargas Llosa hiciera un 'playback' (más bien sosito y colegial) de 'Waterloo', la célebre canción de Abba.
Los ojos de José Mota, el único miembro del jurado que no fue víctima de una enajenación mental transitoria, parecían no dar crédito a tanta devoción. Yo, personalmente, como espectadora, tampoco. Vale que conseguir llevar a Isabel Preysler a un plató y que encima se disfrace y haga algo parecido a bailar tiene mérito. Pero, bueno, tampoco es como para enloquecer y tirarse de los pelos como una de aquellas fans de los Beatles. Lo verdaderamente asombroso hubiera sido que detrás de la máscara de Gatita, y cantando precisamente 'Waterloo', hubiera estado Puigdemont. Pero Isabel nunca ha necesitado hacer gran cosa para despertar una admiración sin límites. Cualidad del todo inexplicable, incluso para ella misma. Que profesionales de la interpretación se hayan arrodillado ante una amateur como Preysler cual si fuera Sarah Bernhardt, más que historia de la televisión -como dijo Paz Vega- es histeria de la sobreactuación.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión