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Amaia Carpio y Diego Sanz

De la universidad a llenar de verdura la despensa de 60 familias

Julia Fernández

Viernes, 28 de mayo 2021

El regreso a la tierra

Diego Sanz (Ver, 1976) , nació en Lugo pero a los seis meses sus padres se instalaron primero en Portugalete y luego en Leioa. Estudió Ingeniería Técnica de Minas en Barakaldo y le faltan cuatro asignaturas para terminar la Superior. Hasta 2012 trabajó en Obra Civil. Amaia Carpio (Bilbao, 1985) estudió Historia en Vitoria porque quería dedicarse a la Arqueología. En 2012 se sacó el título de técnico en la Escuela Agraria y en 2015 se hizo con la concesión de la huerta que tiene en Loiu. Ese año, se asoció con Diego, vecino de parcela, y crearon la explotación agraria Lurbeko. Foto: yvonne iturgaiz

La crisis del ladrillo les acabó expulsando de su zona de confort. Primero a ella, que quería dedicarse a la Arqueología. Sin obras, no hacen falta estudios sobre posibles restos históricos del terreno. Luego a él, que trabajaba en el sector como ingeniero técnico. Llegaron al campo por caminos diferentes, pero les unió ser vecinos de parcela. Los dos lograron una concesión de diez años de unos terrenos para practicar la agricultura ecológica. Necesitaban un pozo de agua y sus conversaciones fundaron una explotación, Lurbeko, que hoy llena la nevera de sesenta familias a la semana. La primera vez que lograron cuadrar las cuentas fue en 2019. «Han sido años de trabajo duro, de mucho esfuerzo y de pedir dinero a la familia», admiten. En verano las jornadas se alargan hasta «las diez o las doce horas en la huerta». Pero la pandemia, aunque con sus complicaciones, les ha reafirmado en la decisión que tomaron entonces. «No es una moda».

Amaia Carpio y Diego Sanz se conocen desde hace poco más de un lustro. Les unió un pozo. Era 2015. Ese año, firmaron un contrato con el banco de tierras de la Diputación de Bizkaia, cada uno por su lado, en la que les cedían una parcela en Loiu, en el corazón del Txorierri, con la intención de que lo usaran para cultivar. Pero para conseguir que prosperasen calabacines, berenjenas y cebollas, necesitaban agua. Y había que cavar. Les aconsejaron que se pusieran de acuerdo con el vecino para que les saliera a cuenta. Se pusieron a hablar. Hoy, ese hoyo de 85 metros de profundidad riega los 7.000 metros cuadrados de cultivos que tienen a medias y con los que unos sesenta hogares llena su despensa cada semana.

«Esto no es plantar una lechuga y sentarse a verla crecer. Hay mucho trabajo por detrás, mucho papeleo y muchos dolores de cabeza. Es una fuerte inversión económica y personal»

Les juntó la casualidad, pero les mantiene ligados el trabajo para sacar adelante Lurbeko, una explotación agraria ecológica de la que ya pueden decir que les da de comer. Ahora mismo están en uno de esos periodos de máxima atención para un agricultor:la de sembrar lo que dará sus frutos al calor del sol. Algunas son plantas tan delicadas como las tomateras, que hay que mimarlas cada día para que den esos frutos que de tan sinceros resultan hasta ofensivos. Si son de temporada, uno los disfruta al máximo. Con los cinco sentidos:huelen, saben, se ven ricos... Es el tomate-tomate. Pero cuando no, resultan tan apetitoso como comerse un trozo de corcho más o menos humedecido.

«Me marcó mucho la primera vez que vi parir una vaca. Tenía 8 años y fue con mis abuelos en Lugo»

La infancia de Diego

Llevan unas semanas 'a full', que dirían los modernos. Pero en sus rostros no se atisba ninguna sombra más allá del lógico cansancio de una ocupación que requiere lo que los antiguos llaman doblar el espinazo. «Hacemos algo que nos gusta y que nos llena», explican. Y eso último, junto con la ayuda de amigos y familia, es lo que les da soporte para todo lo demás, incluido el odioso papeleo con el gestor, las subvenciones, los albaranes... «Esto no es plantar una lechuga y sentarse a ver cómo crece», explica él borrando de un plumazo cualquier indicio de misticismo.

Ambos llegaron a la tierra por diferentes caminos. Diego, que es de Leioa, se reencontró con ella después de quedarse en paro. El 31 de diciembre de 2012 fue su último día en la obra. Estudió Ingeniería Técnica de Minas y encontró puesto en la construcción. «Estuve diez años y tenía un buen sueldo», admite. Aquella Nochevieja se despidió de sus compañeros y al día siguiente ya estaba pensando en cómo reinventarse. Tenía, además, una hipoteca que pagar. Hizo un curso de 180 horas organizado por el sindicato agrario EHNE.

Amaia: «Tengo el recuerdo de la primera vez que una clienta me dijo cuánto le gustaban mis productos. Fue en 2013 y aún la conservo»

«La satisfacción de los clientes»

Amaia tuvo que cambiar el rumbo algo antes. En 2008, con el pinchazo de la burbuja inmobiliaria su mundo también se desinfló. Quería dedicarse a la Arqueología, pero no todos son Indiana Jones. La mayoría trabajan en excavaciones vinculadas con la construcción. Al pararse ese sector, también se paraba esa salida para los expertos en sacar la Historia de las entrañas de la tierra. Y entonces, ella cayó en que había algo por encima que también le atraía:lo verde. «Me gustaban las plantas, pensé en estudiar algo relacionado con ellas, incluso en sacarme las oposiciones para ser jardinero municipal», detalla. Y entonces encontró la Escuela Agraria: «Cuando me matriculé, todavía lo veía como algo secundario, que podría dejar si me salía algo».

A Diego, la huerta no le ha pillado de nuevas. Es más, le ha supuesto reconectar con su propia infancia. Con las vacaciones en la aldea de Terra de Lemos donde vivían sus abuelos paternos, Leonardo y Maruja, y donde vio parir una vaca por primera vez. También con los días de vendimia en Cariñena, donde los maternos, Severiano y Lagunas, le enseñaron a recoger con cariño las uvas maduras de las viñas. Para Amaia sí ha sido un descubrimiento:«Yo soy urbanita. He vivido siempre en Bilbao. Y en mi familia nadie tiene huertos», reconoce resuelta. El primero fue el que le cedió Asun, la madre de una de sus amigas y su primera clienta, en Trapagaran. Me dijo:'Para que aprendas lo que tienes que hacer y, sobre todo, lo que no tienes que hacer'. Y qué razón tenía en esto último», ríe.

«El mes más feliz fue aquel en que nos dimos cuenta de que podíamos vivir de esto. Empezamos en 2015, pero no lo conseguimos hasta 2019»

«El día que cuadraron las cuentas por primera vez»

Pero que nadie crea que este trabajo no les ha dado dolores de cabeza. «No tiene nada de ese mundo idealizado que dibujan algunos», remarcan con el rostro serio. También se han echado sus llantos, como aquel día que Amaia descubrió que el viento le había roto «un poco» un invernadero hace unos años. Entonces cualquier imprevisto les hacía mucho daño. Eran tiempos duros:Diego incluso tuvo que alquiler su casa para pagar al banco. «Volví con mis padres hasta que en 2019 los números empezaron a cuadrar». 2020 fue el año de su reindependencia y también el de la pandemia que, sin embargo, ha supuesto otro empujón al negocio. «La gente ha empezado a preocuparse por su alimentación y se ha volcado con los productos ecológicos», admiten. Tanto que ellos han tenido que cerrar la lista de clientes de cestas semanales para no morir de éxito.

Aun así, no lanzan ninguna campana al vuelo. «Nuestro negocio está en unos terrenos que nos ceden para su explotación. El acuerdo acaba en 2025 y luego hay posibilidad de renovarlo... pero es una espada de Damocles porque depende de decisiones políticas y nadie sabe qué ocurrirá entonces», subrayan.

– ¿Y no han pensado en comprar?

– Hay poco suelo y su precio es prohibitivo.

«Con la pandemia la gente se preocupa más de la alimentación»

«Incertidumbre» es la palabra con la que definen el futuro Amaia Carpio y Diego Sanz, un sentimiento con el que han aprendido a convivir, pero que muestra que vivimos en una sociedad cortoplacista. Ellos no son propietarios de la tierra que les da de comer, tienen una concesión de diez años con el Gobierno foral. El titular de los terrenos es el Ayuntamiento de Loiu. En 2025, si todas las partes están de acuerdo, se puede renovar por otros cinco. Pero no existe una previsión: «No sabemos qué pasará».

Eso sí, les preocupa lo justo porque vienen de superar dos crisis laborales y reinventarse. De salir de la llamada 'zona de confort', que les ha dado armas para enfrentarse a lo que venga. Pese a todo, son «optimistas». La pandemia ha generado que la gente «se preocupe más por lo que come, lo que ha beneficiado a algunos sectores como el nuestro, el de la agricultura ecológica».

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