Durante la huelga se ordenó a los soldados sustituir a los obreros en las fábricas.

Las ocho horas cumplen el siglo

El 1 de octubre de 1919, tras una huelga que paralizó Barcelona, el BOE publicaba el decreto por el que se establecía la duración máxima de la jornada laboral vigente en la actualidad

iratxe Bernal

Lunes, 30 de septiembre 2019

En febrero de 1919 la central eléctrica Riegos y Fuerzas del Ebro, más conocida como La Canadiense, decidió hacer fija a parte de su personal de oficinas. Lo que en principio tendría que haber sido una buena noticia acabó siendo el detonante de una de las mayores huelgas laborales de España, tan grave que el Gobierno presidido por el liberal conde de Romanones, con el recuerdo aún fresco de lo ocurrido en Rusia sólo dos años antes, decidió aprobar la ley que introducía la jornada laboral de ocho horas. Hoy hace cien años que, gracias a aquella medida, España se convirtió en el primer país europeo en reconocer una ya por entonces vieja reivindicación del movimiento obrero.

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La Canadiense, conocida así porque la propiedad era del Canadian Bank of Commerce of Toronto, decidió que, a cambio de la estabilidad laboral que lograban los trabajadores que pasaban de temporales a fijos, éstos aceptarían de buen grado una reducción salarial. Pero no fue así y ocho de ellos, afiliados a la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), acudieron al sindicato para pedir su intervención. La respuesta de La Canadiense fue rotunda; los ocho fueron despedidos. La de la CNT, aún más; convocar la huelga entre los trabajadores del departamento.

Lejos de readmitir a los despedidos, la empresa recurrió a la Policía para desalojar a los huelguistas, que también fueron despedidos. Y lejos de amedrentarse, el sindicato animó al resto de trabajadores a secundar la protesta. Desde los aprendices a los responsables de la lectura de los contadores. Sólo un operario intentó seguir trabajando. Lo mataron a tiros. Oficialmente, no se supo quién disparó. En dos días La Canadiense había sumado más de 2.000 nombres a la lista de despidos y la CNT había encontrado el mejor escenario posible para escenificar su fuerza.

Barcelona colapsada

El final de la Primera Guerra Mundial había metido a España en una crisis económica (y política) en la que la mecha de la huelga prendía fácilmente. En Barcelona, el parón se extendió enseguida a otras empresas hasta paralizar las fábricas y los servicios básicos de la ciudad, que quedó colapsada sin luz, gas, agua ni transportes. El capitán general de Cataluña, Joaquín Milans del Bosch –abuelo del militar que participó en el golpe del 23-F–, movilizó a los soldados (que sustituyeron a los obreros en las fábricas), detuvo a los líderes de la revuelta y cerró algunas publicaciones, como el periódico 'Solidaridad obrera'. También ordenó suspender las garantías constitucionales en Lleida, a donde se habían extendido las protestas.

La paz pareció llegar con la creación de un comité de negociación y la celebración de una 'asamblea' multitudinaria en la plaza de toros de Las Arenas en la que 20.000 trabajadores dieron el visto bueno a un preacuerdo con el gobernador civil y la empresa que suponía la readmisión de los huelguistas despedidos, la libertad para los 3.000 trabajadores detenidos por toda la ciudad durante las protestas y el establecimiento de la jornada de ocho horas.

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Pero Milans del Bosch no cumplió con su parte y no liberó a todos los detenidos, por lo que días después la CNT volvió a convocar la huelga general. Acción, reacción. El Gobierno declaró el estado de guerra. Los soldados salieron de las fábricas y ocuparon las calles. Tras 44 días y después de tener que suspender las garantías constitucionales también en Lleida, con una CNT cada vez más crecida y la UGT planteándose unirse a las protestas, Romanones comenzó a temer que el conflicto se extendierá y ordenó la liberación de los presos y la readmisión de los despedidos. También prometió sustituir al gobernador civil por otro más moderado e instaurar por decreto las ocho horas de trabajo para todos los oficios, medida por la que se llevaba luchando desde que en 1866 la Primera Internacional (la AIT) fijara en su agenda dicha reivindicación. Hoy hace cien la reivindicación apareció reconocida en el BOE.

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