La declaración de Sevilla
El compromiso de la cumbre de la ONU insiste en recetas tradicionales de ayuda al desarrollo, pero carece de plazos exigibles y mecanismos de rendición de cuentas
Vivimos en un mundo fracturado, donde el confort de unos se sostiene sobre la fragilidad de otros. En Occidente, lamentamos el precio de la vivienda, ... el desempleo o la inseguridad ciudadana, males reales pero relativos, propios de países que se autoproclaman desarrollados, que representan apenas un tercio de los doscientos países censados en el planeta. Mientras tanto, dos tercios de la humanidad están atrapados en la trampa de la pobreza.
En un mundo que parece girar cada vez más deprisa, la injusticia sigue anclada en el corazón de millones de vidas. Esta injusticia estructural nos beneficia por casualidad, no por mérito. Nuestras comodidades son fruto de una lotería planetaria que reparte suertes desiguales. Y, aun así, miramos a otro lado, como si el sufrimiento del Sur Global fuera un drama ajeno.
En 2025, 305 millones de personas, casi la mitad niños, claman por ayuda humanitaria, huyendo de guerras, hambre y desastres que no eligieron. En Puerto Príncipe, las pandillas han silenciado las risas infantiles, dejando a cuatro millones al borde de la inanición. En Sudán, el conflicto armado ha devastado hospitales y escuelas, forzando el desplazamiento de más de 15 millones de personas y exponiendo a unos 3,7 millones de niños al riesgo de malnutrición aguda. En Yemen, bajo un cielo de drones y bloqueos, 17,6 millones de ciudadanos se enfrentan una hambruna crónica. En el África subsahariana, donde el agua potable es un lujo para cien millones, el cólera acecha. Setecientos millones de seres humanos subsisten con menos de 2,15 dólares al día, atrapados en una penuria que roba el pan y la esperanza. Este no es un relato de cifras, sino un grito de la humanidad indigente que ignoramos la mayoría.
La Cuarta Conferencia Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo, celebrada en Sevilla del 30 de junio al 3 de julio de 2025 bajo el auspicio de Naciones Unidas, ha intentado abordar esta deriva. Su resultado, el 'Compromiso de Sevilla', respaldado por 151 países, repite fórmulas conocidas: alivio de la deuda, impuestos globales a beneficios extraordinarios, movilización de inversión privada para fines públicos y un sinfín de inexcusables lugares comunes. Pero el eco de cumbres pasadas -Monterrey (2002), Doha (2008) y Addis Abeba (2015)- pesa como una losa. Esos compromisos se han diluido en la falta de voluntad política, el predominio de las agendas nacionales y el deterioro del multilateralismo.
La ausencia más escandalosa en Sevilla fue la de Estados Unidos. No solo abandona el club de los grandes donantes, sino que la decisión de Donald Trump de desmantelar USAID, la histórica agencia líder de ayuda al desarrollo ha sido un golpe brutal para la misma. Se han cancelado contratos por 54.000 millones de dólares, desarticulando la mayor red logística de respuesta humanitaria del mundo. Un editorial del New York Times ha cifrado entre 2,1 y 3,9 millones las muertes evitadas por la ayuda estadounidense en la última gran sequía del África oriental. ¿Cuántas vidas se perderán ahora en el silencio? La retirada de Washington, justificada como ahorro, es toda una declaración ideológica: el sufrimiento global es un problema de 'otros'.
La cooperación internacional, lejos de ser un lujo moral, ha sostenido sistemas públicos, prevenido epidemias, alfabetizado millones de niños, contenido migraciones desesperadas y fortalecido democracias frágiles. Sin embargo, la ayuda internacional ha desaparecido de las portadas, los debates políticos y los presupuestos públicos. Este desdén refleja una verdad dramática: el sur global no cuenta.
El Compromiso de Sevilla insiste en recetas tradicionales de ayuda al desarrollo. Pero carece de plazos exigibles, cifras vinculantes o mecanismos de rendición de cuentas. La buena voluntad, sin una responsabilidad precisa, se diluye. El riesgo de que Sevilla quede en papel mojado es real, como lo fue el de sus predecesoras.
Nuestro bienestar se debe en una parte abrumadora al azar geográfico e histórico. Pero esta verdad no debe interpelarnos con culpa, sino con empatía. No se trata de salvar la precariedad global con una cumbre, sino de concederle un espacio mental, de aceptar que su dolor también nos concierne. Sevilla, con sus 151 signatarios, no cambiará el mundo, pero debiera mantener viva una chispa de dignidad, un recordatorio de que la presencia de una página moral en el orden económico sigue siendo una exigencia olvidada.
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