Conozco a muchas personas a las que pasarse cinco horas seguidas viendo golf les parece igual de divertido que sentarse en un parque a ver ... crecer la hierba. Cuando discuto con ellos y les digo que muy pocas retransmisiones deportivas me resultan tan emocionantes como ver a tu golfista preferido con posibilidades de victoria en la última jornada de un gran torneo, me miran extrañados, como si estuviera bromeando. Y cuando les aseguro que, cuanto menos sabes de golf, la emoción es todavía mayor, directamente se ríen. No entienden que la ignorancia de un deporte, más allá por supuesto del conocimiento de sus reglas básicas y de sus ídolos y liturgias más sagradas, pueda añadir pasión al que lo contempla.
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Volví a tener esta experiencia el domingo siguiendo a Jon Rahm en su camino hacia la gloria en el Augusta National. Fueron cinco horas de tensión extrema, muy similares a las que sentí en 2021 durante el US Open y, mucho tiempo atrás, con Txema Olazabal, en los Masters de 1994 y 1999. Los entendidos en golf, por supuesto, lo vivieron de otra manera, más controlada. No pudieron evitar los nervios, lógicamente. Ahora bien, a partir de la mitad del último recorrido, el juego de Rahm les dio tal confianza que, como aseguraron a posteriori los dos magníficos comentaristas de Movistar, Nacho Gervás y Javier Díez, comprendieron que la chaqueta verde no se le podía escapar al de Barrika.
Los ignorantes, en cambio, vemos el golf por las bravas y sufrimos un calvario de nervios en cada hoyo, del 1 al 18. Nada más ver a Rahm en el 'tee', ya cruzamos los dedos para que esa bola a más de 300 kilómetros por hora no acabe en el agua o se pierda entre esos pinos y robles gigantescos de Augusta que ya estaban allí, y eran muy grandes, cuando Scarlett O'Hara no había hecho la primera comunión y Rhet Butler iba todavía en pantalones cortos. Justo después del impacto con el 'driver', la televisión sobreimpresiona una línea amarilla siguiendo el recorrido de la bola. Para nosotros es un instante dramático. Y es que siempre tenemos la sensación de que la bola se ha ido muy desviada y que de inmediato escucharemos el rumor alarmado del público apartándose a lugar seguro, como si escapara de un bombardeo. Y entonces escuchamos a Nacho Gervás y a Javier Díez decir que es un tiro magnífico y nos venimos arriba.
Que Jon Rahm estuviera el domingo muy inspirado en sus salidas, que apenas dos se le escaparan, no nos evitó momentos de angustia en cada hoyo. Porque el Augusta National, como aseguran todos los que lo conocen, es un campo engañoso que te encandila con sus flores y sus árboles, sus famosos puentes y riachuelos, pero luego resulta que está lleno de trampas sibilinas y de lugares despiadados, como el famoso Amen Córner entre los hoyos 11 y 13, donde cada año se inaugura un servicio de pompas fúnebres para las esperanzas de muchos jugadores. Ver pasar sin daños al golfista de Barrika por ese Triángulo de las Bermudas fue un alivio. Como también lo fue ver que Brooks Koepka tenía uno de esos días negros en los que, desolado, un golfista puede llegar a preguntarse si tiene sentido ir por la vida pegando estacazos a una bolita para meterla en agujeros.
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Sin embargo, hubo otro factor más importante que nos acercó al optimismo. Oal menos, nos hizo olvidar ese pesimismo preventivo y profiláctico que algunos cultivamos para que un hipotético disgusto no nos pille indefensos. Me refiero a ver a Rahm comiéndose un sándwich –son muy típicos en Augusta– mientras caminaba por el hoyo 15. Los que somos muy simples y siempre hemos pensado que el apetito es un síntoma inequívoco de salud y paz interior, extrajimos de inmediato una conclusión muy relevante: Jon estaba tranquilo. De lo contrario, de sentir un nudo en el estómago, le hubiera dicho a su caddie, Adam Hayes, que no estaba dispuesto a probar bocado hasta llegar a la Casa Club. Y, sin embargo, el de Barrika masticaba con gusto y uno juraría que no hubiera renunciado a un bocadillo más grande.
Ese sándwich tuvo mucho significado. Mayor que el que se le ha dado, en mi modesta opinión. Jon Rahm –y esto lo comprendimos por fin cuando alzó los brazos en el hoyo 18– lo tuvo todo bajo control. Ni las largas esperas antes de comenzar cada hoyo, ni los vientos huracanados y la lluvia de los días previos, le perturbaron. El de Barrika ha dejado de ser un golfista volcánico con problemas juveniles para manejar la frustración. Ha aprendido a contenerse y a ser positivo. Ha madurado, es padre de dos hijos y ya aguanta la presión como nadie. Rahm, en fin, se ha convertido en una máquina de jugar al golf. No se le escapa ni un detalle. Los cuida todos con esmero. Ayer, en el del hoyo 15, le sonó la alarma: tocaba alimentarse. Y lo hizo. Es así de sencillo.
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