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eduardo iglesias
Miércoles, 4 de enero 2023
Únicamente hizo tres jugadas. A hachazo por jugada. Cada vez que cogía la pelota invariablemente aparecía, al primer o segundo regate, el mismo defensa; un mercenario portugués seleccionado para cargarse al ídolo. Fue increíble. Visto y no visto. Yo no podía dar crédito a lo que estaba ocurriendo.
El estilo de Pelé al parar la pelota era deslumbrante así como la forma de fintar para desequilibrar a su marcador. Pero siempre aparecía aquel mercenario a matar. La guadaña era su pierna y cada vez que entraba, zas, sacudía de tal forma al ídolo que lo derrumbaba. Que echen a ese defensa, que lo echen. Pero ¿qué hace el árbitro? ¿No lo ve? Fueron tres entradas para que no pasase, esa era la consigna: intimidarlo. Y en la tercera Pelé ya no se levantó más.
Cuando comenzó aquel Mundial de Inglaterra, en 1966, yo aún quería ser futbolista de mayor. Pelé y la delantera del Real Madrid, la de Di Stéfano, eran mis mayores mitos de la vasta región del balompié. Ver un partido de fútbol de la Copa de Europa en aquellas televisiones en blanco y negro había sido hasta entonces el mayor acontecimiento que pudiera ocurrirme. Yo retenía las jugadas en mi memoria, las visualizaba y después de cada partido intentaba emularlas aunque para ello tuviese que hacerlo jugando solo, en casa y con un calcetín por pelota. Pero en aquel momento aparecía en el panorama el Mundial de fútbol, lo máximo que se podía ver. Y entre todas las selecciones de los diferentes países resaltaba para mí, sin duda, una: la de Brasil con Pelé como gran figura.
Mi padre me compró una revista de fútbol en Biarritz donde aparecían todos los jugadores de Brasil con sus camisetas amarillas. Eran fantásticos. Los que más me gustaban eran los de piel muy morena. No sé por qué pero me daban la impresión de ser mejores futbolistas y con una técnica superior a los de piel blanquecina que yo estaba acostumbrado a ver. Quería guardar la revista intacta pero tuve el valor de recortar la fotografía de cuerpo entero en la que aparecía mi ídolo, Pelé. No era para colgarla como un póster o llevarla a todos los sitios en el bolsillo sino para tenerla individualizada. El único que para mí verdaderamente se lo merecía. Y tampoco para pasarla de mano en mano en el colegio como se hacía con la de Brigitte Bardot o Silvia Koscina sino, al contrario, para mirarla imaginando mis jugadas antes o después de mi partido, como motivo de inspiración.
De esta manera estuve fantaseando con el inminente Mundial y con la posibilidad de ver a Pelé en la pantalla. Y llegó el día tan deseado en el que jugaban Brasil contra Portugal. «Duelo fratricida. Son los más encarnizados», dijo alguien. Yo no supe entonces qué significaba tal aseveración o mensaje. Lo único que entendía muy bien era que Brasil seguía siendo la mejor selección y la favorita, por tanto cualquier asunto que tratase sobre ese partido no rozaba en mí tan siquiera un asomo de duda sobre quién ganaría.
Mi memoria cuando se remonta al partido recuerda una cabeza, la mía, casi enmarcada en el televisor buscando a mi ídolo en blanco y negro. Apenas recuerdo las voces de quienes me rodeaban. Para mí sólo existía Pelé.
A la tercera entrada se lo llevaron en camilla. En veinte minutos, más o menos, se había esfumado mi sueño. Quedé hundido. No podía entender nada. Casi no podía ver el partido de la confusión que me embargaba. Y el defensa mercenario seguía en el campo. Fue la mayor desilusión de aquella época y lo que aprendí me debió afectar profundamente: siempre te la juegas, apuestas, hay canallas que intervienen, y ganas o pierdes.
Surgirían otras sorpresas en aquel Mundial, como Eusebio, del equipo que había lesionado a Pelé; la selección alemana y la inglesa. Pero para mí todo aquel evento estuvo teñido con un velo de desesperanza por la desaparición de mi ídolo antes de tiempo. Ya no volvió a jugar más en aquel, para mí, maldito Mundial. Esperé hasta el siguiente, el de México del 70. Esperé otra vez a Pelé. Salió triunfante. Y me di cuenta de que en eso debía consistir la vida, en esperar.
Y las nubes no se mueven. No siento el tiempo. Y no quiero volver, no quiero volver.
Extracto de la novela Tormenta Seca (2001)
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